La playa de los ahogados de Domingo Villar
Nós viviamos do porto, os nosos fillos pretenden vivir da praia.
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La playa de los ahogados de Domingo Villar
Nós viviamos do porto, os nosos fillos pretenden vivir da praia.
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El último barco de Domingo Villar
Una perrilla blanca que apenas levantaba un palmo del suelo aprovechó el resquicio abierto por su dueña para escaparse. ―La jodimos ―murmuró Rafael Estévez al verla salir. ―No se preocupe, Medusa no hace nada ―sonrió la mujer antes de desaparecer en el interior de la vivienda. Al principio la perra se alejó correteando por el atrio pero, como Estévez había sospechado, en cuanto husmeó su presencia en el aire regresó a la carrera para concentrarse en él. |
Ojos de agua de Domingo Villar
Pero Caldas buscó instintivamente el paquete de tabaco que guardaba en el bolsillo. Alba solía reprocharle su costumbre de encender un cigarrillo al entablar una conversación, que se protegiese de su timidez tras un escudo de humo.
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La playa de los ahogados de Domingo Villar
(…) Tras unas pocas horas sin lluvia, una bóveda de nubes negras se había situado sobre la ciudad y comenzaba a vaciarse nuevamente sobre ella. Estévez caminaba pegado a las paredes tratando de protegerse del agua. Su gabardina colgaba en un perchero de la comisaría. Se preguntaba en voz alta cómo podían los gallegos entender que en pocas horas una mañana primaveral se transformase en invierno, y lanzaba un juramente si algún goterón se colaba entre las cornisas y hacía blanco en su cabeza. A su lado, el inspector avanzaba en silencio, sin confesarle que se limitaban a convivir con el clima sin tratar de comprenderlo. |
La playa de los ahogados de Domingo Villar
—¿Pero nunca habías visto un ahogado? —se sorprendió Caldas. —En Zaragoza a veces teníamos que recoger del río a algún suicida, pero yo nunca me acerqué demasiado. Ya sabe que no me gustan los muertos, inspector —dijo el ayudante con un asomo de timidez. —Tampoco tú gustas demasiado a los vivos —murmuró Caldas (…). |
La playa de los ahogados de Domingo Villar
En cuanto Cristina se perdió en el vocerío del comedor, Rafael Estévez protestó: —No sé para qué coño pregunto nada a esta gente. Estévez reparó en que Caldas le miraba en silencio desde el otro lado de la mesa. —Perdone, jefe —se disculpó—. A veces se me olvida que es usted uno de ellos. |
Ojos de agua de Domingo Villar
—Qué gusto da encontrar gente amable —agregó Rafael Estévez guiñando un ojo a la chica, quien le devolvió la sonrisa al levantarse a recoger las páginas impresas. Leo Caldas no reconocí a su ayudante en aquel adulador de mirada beatífica. Pensaba que una inclinación natural a la barbarie le mantenía apartado de los caminos del amor. —¿Rafa, intentas ligar? —le preguntó en voz baja. Estévez aproximó sus labios al oído de su superior. —Ahora comprendo que haya llegado tan pronto a inspector —susurró—. Es usted un lince. Caldas no le contestó. Su absurda pregunta tenía bien merecida la respuesta burlona de Estévez. |
Ojos de agua de Domingo Villar
(…) No sé qué coño me verán los perros que siempre vienen a tocarme las pelotas —añadió—. Puedo estar en medio de una manifestación, que como haya un chucho suelto seguro que se acerca a mí. —Pues no será por cómo los tratas —musitó Leo Caldas. Cuando se puso en pie, el perrillo volvió a cargar contra los zapatos del agente. —¿Ve a qué me refiero, inspector, cómo no le voy a dar patadas? |
Ojos de agua de Domingo Villar
Leo Caldas sacó del bolsillo de su chaqueta el retrato que había tomado del dormitorio de Reigosa. Volvió a tener la impresión de que estaba pasando por alto algún detalle importante. No podía identificarlo, pero una pequeña lucecita brillaba en su interior susurrándole que alguna pieza no encajaba en aquel puzle. Conocía aquella sensación y se fiaba de su instinto. Estaba seguro de que, por pequeño que fuera, lo que ahora se escondía en algún rincón de su cabeza terminaría por mostrarse de un modo repentino más tarde o más temprano.
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Ojos de agua de Domingo Villar
Rafael Estévez había recalado en Galicia pocos meses atrás. Su traslado se debía, según se rumoreaba en comisaría, a un castigo que alguien le había impuesto en su Zaragoza natal. El agente había aceptado sin especial desagrado trabajar en Vigo, aunque había algunas cosas a las que le estaba costando más tiempo del previsto acostumbrarse. Unaa era lo impredecible del clima, en variación constante, otra la continua pendiente de las calles de la ciudad, la tercer era la ambigüedad. En la recia mente aragonesa de Rafael Estévez las cosas eran o no eran, se hacían o se dejaban de hacer, y le suponía un considerable esfuerzo desentrañar las expresiones cargadas de vaguedades de sus nuevos conciudadanos.
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Ojos de agua de Domingo Villar
Los niños perseguían palomas por los jardines bajo la vigilancia atenta de sus madres, que hablaban en corro, y de los pájaros, que esperaban a tenerlos cerca para alzar el vuelo.
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La playa de los ahogados de Domingo Villar
Un caso protagonizado por el inspector Leo Caldas en la costa gallega.
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Cual es el nombre completo de Dumbeldore?