Ojos de agua de Domingo Villar
—Qué gusto da encontrar gente amable —agregó Rafael Estévez guiñando un ojo a la chica, quien le devolvió la sonrisa al levantarse a recoger las páginas impresas. Leo Caldas no reconocí a su ayudante en aquel adulador de mirada beatífica. Pensaba que una inclinación natural a la barbarie le mantenía apartado de los caminos del amor. —¿Rafa, intentas ligar? —le preguntó en voz baja. Estévez aproximó sus labios al oído de su superior. —Ahora comprendo que haya llegado tan pronto a inspector —susurró—. Es usted un lince. Caldas no le contestó. Su absurda pregunta tenía bien merecida la respuesta burlona de Estévez. |