Estamos en Sudáfrica. Desde los años 80, en pleno Apartheid, y a lo largo de más de 30 años, seguimos los pasos de los Swart, una familia blanca propietaria de una granja y algunos terrenos. La excusa para adentrarnos en la vida de sus miembros, para mostrarnos cómo se van transformando con el paso de los años y, a su vez, también el país, es una promesa. Una promesa de esas que se hacen porque alguien las pide en el lecho de muerte, pero que no se tienen mucha intención de cumplir. Que la mujer negra que ha hecho de sirvienta para la familia durante años obtenga como propiedad la casa en la que vive con su hijo. Con las leyes actuales es imposible llevarla a cabo, con el tiempo, si cambian las cosas, quizá... Y así pasa el tiempo y nunca se cumple.
Pero hay alguien más que ha escuchado esa promesa. Y no va a dejarla pasar.
Lo que más me ha gustado ha sido la voz narrativa, diferente y muy personal. Al principio cuesta un poco cogerle el punto, porque pasa de un personaje a otro sin avisar, diálogos, pensamientos, intenciones y recuerdos se mezclan continuamente. Pero el autor sabe lo que hace y lo hace muy bien, y sin que tenga que especificarlo enseguida sabes quién está hablando, a quién pertenece cada voz.
La historia está bien, solo que yo esperaba que hablara un poco más de Sudáfrica, de la situación del país y su evolución a lo largo de esas tres décadas, y se queda solo en un telón de fondo sin adentrarse demasiado en ello.
La novela ha sido la ganadora del Booker 2021, un premio que suele gustarme bastante pero que esta vez, aunque la he disfrutado, se me ha quedado un pelín justa. O será que yo esperaba algo más.
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