Podéis llamarlo transformación. Metamorfosis. Falsedad. Traición. Yo lo llamo una educación.
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Podéis llamarlo transformación. Metamorfosis. Falsedad. Traición. Yo lo llamo una educación.
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Sin embargo, lo que se ha interpuesto entre mi padre y yo no es solo el tiempo y la distancia. Es un cambio de ser. No soy la niña a la que crio, pero él sí es el padre que la crio.
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El sentimiento de culpa es el miedo a nuestra propia vileza. No guarda relación con otras personas.
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Ignoro si la separación es permanente, si algún día encontraré la manera de volver; en cualquier caso, me ha aportado tranquilidad. Esa tranquilidad no ha sido fácil de conseguir. Pasé dos años enumerando los defectos de mi padre, actualizando la cuenta sin cesar, como si la lista de rencores, de actos reales o imaginados de crueldad, de desamparo, fuera a justificar la decisión de apartarlo de mi vida. Creía que al justificarla quedaría libre del asfixiante sentimiento de culpa y volvería a respirar. |
De niña esperaba desarrollar mi mente, acumular experiencias y consolidar mis decisiones para tomar forma hasta adquirir la imagen de una persona. Esa persona, o esa imagen de una persona, tenía un sentimiento de pertenencia. Yo era de la montaña, de la montaña que me había creado. Solo con el paso de los años me pregunté si acabaría como había empezado, es decir, si la primera forma que una persona toma es su única forma verdadera
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Tendría el cariño de mi madre, pero se impondrían condiciones, las mismas que me habían ofrecido tres años antes: que cambiara mi realidad por la suya, que cogiera mi intelecto y lo enterrara para que se pudriera en la tierra.
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Me había construido una vida nueva, y además feliz, pero experimentaba un sentimiento de pérdida que iba más allá de la familia. Había perdido Buck’s Peak, no al marcharme, sino al marcharme en silencio. Me había retirado, había huido al otro lado del océano y había permitido que mi padre contara mi historia por mí, que me definiera ante todas las personas que yo conocía. Había cedido demasiado terreno: no solo la montaña, sino toda la región de nuestra historia compartida.
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La distancia —física y mental— recorrida en los últimos diez años casi me dejó sin respiración y me pregunté si quizá no habría cambiado demasiado. Los estudios, las lecturas, la reflexión, los viajes, ¿no me habría transformado todo eso en una persona que ya no pertenecía a ningún sitio? Me acordé de la niña que, sin conocer nada más allá de su desguace y su montaña, se había quedado con la vista clavada a una pantalla contemplando cómo dos aviones se estrellaban contra unas extrañas columnas blancas. Su aula era un montón de chatarra. Sus libros de texto, pizarras de desecho. Y aun así ella poseía algo valioso que yo —a pesar de todas las oportunidades de la que disponía, o quizá debido a ellas— no tenía.
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Era lo único que me quedaba de la vida que había llevado en esa casa: un rompecabezas cuyas reglas nunca llegaría a entender porque no eran reglas sino una especie de jaula destinada a encerrarme. Podía quedarme y buscar lo que había sido mi hogar, o podía irme sin demora, antes de que las paredes se movieran y la salida se cerrara.
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Lo que pasa con las depresiones nerviosas es que, por muy evidentes que sean, nunca lo son para quienes las sufren. «Estoy bien —nos decimos—. Y qué más da que ayer viera la tele veinticuatro horas seguidas. No es que esté mal. Es que tengo pereza.» No sé bien por qué preferimos considerarnos perezosos antes que pensar que estamos angustiados. El caso es que nos parece preferible. Más que preferible: vital.
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La leyenda de Sleepy Hollow es un relato corto de terror y romanticismo, se desarrolla en los alrededores de...