Para Estévez, la franqueza extrema era una virtud. Caldas, en cambio, solo veía en ella una excusa, una máscara tras la que ocultar la crueldad.
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Para Estévez, la franqueza extrema era una virtud. Caldas, en cambio, solo veía en ella una excusa, una máscara tras la que ocultar la crueldad.
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El inspector cerró los ojos y Estévez encendió la radio, que en aquel momento adelantaba las noticias locales. El boletín no hizo referencia al marinero ahogado. Se limitó a informar de la previsión meteorológica y el aumento de peatones atropellados en las calles de la ciudad. —Pues yo hace tiempo que no atropello a nadie —comentó Estévez de pronto—. La última vez fue en Zaragoza, pero ya hace más de tres años. Los párpados de Leo Caldas se abrieron como impulsados por un resorte. —No lo echarás de menos… —inquirió. —No diga tonterías, ¿quiere? —Pues mejor. Mientras estés a mis órdenes te prohíbo atropellar a nadie. |
Esto es lo de siempre, aquí la gente abre la boca para no decir nada
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Oye Leo, ¿cómo se llamaba aquel novio de Laura, que era tonto del culo?
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Los demás no tenemos culpa que usted no tenga más vida que el trabajo
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Esto es lo de siempre, aquí la gente abre la boca para no decir nada
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¿Es verdad que tenéis un libro de los idiotas?
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Nós viviamos do porto, os nosos fillos pretenden vivir da praia.
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(…) Tras unas pocas horas sin lluvia, una bóveda de nubes negras se había situado sobre la ciudad y comenzaba a vaciarse nuevamente sobre ella. Estévez caminaba pegado a las paredes tratando de protegerse del agua. Su gabardina colgaba en un perchero de la comisaría. Se preguntaba en voz alta cómo podían los gallegos entender que en pocas horas una mañana primaveral se transformase en invierno, y lanzaba un juramente si algún goterón se colaba entre las cornisas y hacía blanco en su cabeza. A su lado, el inspector avanzaba en silencio, sin confesarle que se limitaban a convivir con el clima sin tratar de comprenderlo. |
—¿Pero nunca habías visto un ahogado? —se sorprendió Caldas. —En Zaragoza a veces teníamos que recoger del río a algún suicida, pero yo nunca me acerqué demasiado. Ya sabe que no me gustan los muertos, inspector —dijo el ayudante con un asomo de timidez. —Tampoco tú gustas demasiado a los vivos —murmuró Caldas (…). |
10 negritos