La vida de un hombre tiene que cambiar después de algo así. Uno es uno antes de besar esos labios, y es otro después. Uno no puede ser el mismo que era, ahora que sabe lo que es besar esos labios.
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La vida de un hombre tiene que cambiar después de algo así. Uno es uno antes de besar esos labios, y es otro después. Uno no puede ser el mismo que era, ahora que sabe lo que es besar esos labios.
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Pero otros días piensa que no. Que lo que no pudieron construir ni componer en veinticinco años no van a poder edificarlo en un encuentro postrero signado por el rencor o la nostalgia.
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Cada vez que la vio en la oficina, cada vez que conversó con ella, cada vez que la recordó estando lejos, hasta cuando la vio en el café conversando con el idiota del novio, se viene preguntando, una vez y otra vez, cómo será besar esos labios. Mientras adelanta el rostro hacia ella comprende que ese, precisamente ese, es el último segundo que va a vivir, en toda la vida, ignorando cómo es besar los labios de Florencia.
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Ella no preguntó más. No por lo que respondió. Por el tono. Los tonos importan más que las palabras.
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Uno tiene su vida. Buena, mala, la que tiene. La viene usando desde que nació. La cuida. Se preocupa por conservarla, por ir poniéndole cosas. Todo lo que a uno le pasa, todo lo que aprende lo introduce en esa vidita que tiene. Uno no piensa en lo frágil que es. O sí, pero a veces. Tampoco uno se puede pasar la vida pensando en lo frágil que es esa vida, porque la angustia sería perpetua. Insoportable.
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Uno no constata la perduración de la existencia. La asume como perpetua.
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A veces considera su soledad una seguridad. Otras, un castigo. Pero es probable que su estado emocional sea, en el fondo, la penitencia.
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Que el ser humano es un estúpido. Si las cosas no salen como uno espera, se pone mal porque las cosas no salen. Y si las cosas sí salen como uno espera, también se pone mal porque le agarra miedo de que en cualquier momento se tuerzan y dejen de salir.
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Uno no constata la perduración de la existencia. La asume como perpetua. Y sin embargo a veces uno se enferma y esa ilusión de perpetuidad se desvanece.
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Está bien que vengan. Y está bien que se vayan. Para que los que se quedaron puedan extrañarlos y para que los idos sientan que, llegado el caso, pueden volver. Aunque no sea cierto. Porque ninguno vuelve, salvo de visita. Hay algo que se corta, que se mueve de su centro o de su sitio. No está ni bien ni mal, pero es así.
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Como agua para chocolate