Los perros y los lobos

Indudablemente, pensó sintiendo una impresión confusa pero intensa, había visto en algún sitio, en un sueño o durante la infancia, aquellos sombríos cielos de marzo, de los que la nieve cae a ráfagas, y aquellos jardines caóticos, invadidos por las flores de un breve pero sofocante estío.

Él preguntaría al librero. Nunca adivinaría la verdad, aunque no podría evitar pensar en ella, sin conocerla, como ella había pensado en él en vano durante tanto tiempo. Le arrancaría un sueño, un suspiro, un deseo. No podía aspirar a más.

Demasiados anillos, siempre demasiados anillos, decían sus cuñadas. Pero ella creía que las joyas no estaban hechas para la oscuridad de las cajas fuertes.

Sintió el mismo placer, suave y casi doloroso, que al contemplar el cielo y la hermosa casa. En sus labios, aquel extraño nombre nuevo, de noble y singular sonido, se formaba como un beso.

El viento cortante parecía acechar a los transúntes a la vuelta de la esquina para abofetearlos con exultante ferocidad.