Eso es lo que ocurre cuando dos personas se conocen: todo es nuevo y fascinante, y los huecos de aquello que aún no sabemos pueden llenarse de fantasías sobre las que después cae el peso de la madurez.
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Eso es lo que ocurre cuando dos personas se conocen: todo es nuevo y fascinante, y los huecos de aquello que aún no sabemos pueden llenarse de fantasías sobre las que después cae el peso de la madurez.
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¿Qué puedo decir, Gabriel? Creo que, en ese instante, cuando alcé la vista y nos miramos en silencio y nerviosos, ajenos a las voces de los chiquillos, supe que iba a enamorarme de ti. O quizá fue antes, cuando te vi por primera vez. O día a día, conforme fuiste demostrándome con hechos y certezas que eras el mejor hombre que he conocido nunca.
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Los cambios pequeños pueden ser significativos.
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Jamás hubo nadie que pronunciase mi nombre como tú lo hacías, con delicadeza y fuerza a la vez. Aquel día memoricé el sonido y lo guardé entre nuestros primeros recuerdos.
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Sonaba ridículo, pero fuiste el percance más inesperado de mi vida en meses. Tenía una rutina tan marcada que pocas veces me enfrentaba a imprevistos.
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Nos pasamo la vida planificando días especiales, el de los cumpleaños, el de Nochevieja y tantos otros que a menudo permanecen menos tiempo en la memoria que los más sencillos, los cotidianos, esos que son yan difíciles de prever que uno nunca sale de casa con la camara de fotografías colgada del cuello para poder capturarlos. Permanecen solo en nuestra memoria y, cuando llegamos al final del camino, sencillamente se convierten en polvo, en nada.
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Pero a veces algunos corazones están tan dañados que ya no saben cómo latir a otro ritmo que el que un día les impusieron.
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Me dijiste una vez que pensabas que la vida eran instantes, fotografías que se quedan en nuestra memoria, palabras sueltas que nos guardamos incluso sin saber por qué.
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Los recuerdos malos también somos nosotros.
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Pero pronto entendimos que a veces hasta los mejores cambios implican sacrificios y riesgos.
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Gregorio Samsa es un ...