El regreso de Sherlock Holmes

Todos mis instintos apuntan en una dirección y todos los hechos en la otra.

Cuando el policía se marchó, mi amigo se puso en pie y comenzó sus preparativos para la jornada de trabajo, con el aire animado de quien tiene por delante una tarea que le encanta.

—Mi buen Lestrade, para mi gusto es un caso demasiado evidente —dijo Holmes—. La imaginación no figura entre sus grandes cualidades (...)

(...) ¡Y yo que hace un momento, durante el desayuno, le decía a mi amigo el doctor Watson que ya no aparecen casos sensacionales en los periódicos.

Sin embargo, su carácter frío y orgulloso rechazaba por sistema todo lo que se pareciera al aplauso público y me hizo prometer, en los términos más estrictos, que no diría una sola palabra sobre él, sus métodos o sus éxitos; una prohibición que, como ya he explicado, no levantó hasta hace muy poco.

Pequeños hurtos, asaltos violentos, agresiones sin objeto aparente... Para quien conociera la clave, todo se podía encajar de un modo coherente.

Hay árboles, Watson, que hasta cierta altura, crecen normalmente, y, de repente comienzan a desarrollar las más extravagantes formas.

Desde ese escondite, los espías eran espiados, y los perseguidores, perseguidos.

El trabajo es el mejor antídoto para las penas, mí querido Watson y esta noche nos espera a ambos una tarea que, si logramos llevarla a feliz término, justificará por sí sola nuestra permanencia en este mundo.

Moriarty no había venido solo. Tenía un cómplice que había montado guardia mientras su jefe me atacaba.