Ayr puso los ojos en blanco. Tenía que añadir gruñón a la lista de defectos, ahora empezaba a ser larguísima: arrogante, guapo, testarudo, valiente, mandón, tierno… De su boca escapó un soplido muy poco femenino. Lo odiaba, era casi perfecto.
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Ayr puso los ojos en blanco. Tenía que añadir gruñón a la lista de defectos, ahora empezaba a ser larguísima: arrogante, guapo, testarudo, valiente, mandón, tierno… De su boca escapó un soplido muy poco femenino. Lo odiaba, era casi perfecto.
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Puede que fuera culpa de la multitud de velas que los rodeaba, del brillo de los vestidos, de las conversaciones susurradas o de la bebida recorriendo su cuerpo, pero Ayr sintió un fino y tenso hilo agarrado en la mirada de aquel hombre que la atrapó al instante. Tiró de su corazón hacia él. No pudo apartar la vista de sus ojos mientras sentía por primera vez cómo la piel se abría en todos sus poros y su respiración se cortaba. De pronto su cuerpo no respondía, su corazón no latía, todo en ella dejó de funcionar de manera racional. Bajó los ojos confundida. Vergüenza quizá, no sabía que la tuviera. Se sonrojó cuando él la miró con arrogancia.
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—Ahora lo tengo claro, prefiero besaros a pelear con vos, Ayr.
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—¿Es esto lo que me ofrecéis, majestad? ¿Este hombre es quien debe protegerme? No iré con este inglés a ninguna parte, los ingleses no saben pelear como un escocés, no conoce mi tierra. ¿Unos pocos hombres? Necesito un ejército —exclamó indignada—. No un engreído cortesano que sabe más de mujeres que de la guerra —dijo recordando las conversaciones de las damas en el baile acerca de sus atributos como amante. No entendían nada. Ella podía sola, siempre lo hacía todo sola. Ahora estaba convencida de su error al ir allí. Ella decidiría lo que era mejor. La reina se equivocaba si pretendía imponerle su voluntad por medio de ese hombre, de algún modo arreglaría el error que había cometido al pedirle ayuda—. Es un petimetre inglés, un cortesano, no un soldado.
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