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ISBN : 8483831082
120 páginas
Editorial: Tusquets (01/01/2009)

Calificación promedio : 3.92/5 (sobre 6 calificaciones)
Resumen:
En el Bausler Institut, un internado femenino situado en el cantón más retrógrado de Suiza, el Appenzell, se respira una densa atmósfera de cautiverio, sensualidad inconfesada y demencia. En estos parajes por los que paseaba el escritor Robert Walser, y donde se suicidó tras permanecer treinta años en un manicomio, se desarrollan la infancia y la adolecencia de la narradora, quien las rememora desde la madurez. En ese colegio imaginario que permanece, transfigurado,... >Voir plus
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Críticas, Reseñas y Opiniones (3) Añadir una crítica
MarioG17
 24 March 2020
“Habría podido escribir una novela de amor con sequedad de corazón, como una anciana que recordara”, dice la narradora de esta novela. Lo podría haber hecho, sí, pero en lugar de eso hizo una novela de aprendizaje.

Fleur Jaeggy (Zúrich, 1940) es una autora que no ha publicado demasiadas novelas y, sin embargo, ha sido muy traducida y es conocida en varios países. Célebre escritora de novelas lentas y dramáticas, Jaeggy dibuja en esta obra un internado femenino suizo con mucho recato. Tras él no hay misterio oscuro ni corrupción. Tan solo la vida de una joven muchacha que está allí recluida, aprendiendo a hacerse mujer.

De la familia de la narradora, cuyo nombre desconocemos, sabemos más bien poco. Su padre vive en Brasil, y antes de estar allí vivía con su abuela, quien se cansó de ella y alegando el mal comportamiento que estaba teniendo —mentira todo— consiguió que la internaran.

Entre el sonido de un piano y las cartas que llegan de Brasil, una adolescente inquieta guía al lector por una novela breve y coqueta. Aquí no hay maltrato físico ni acoso escolar, algo de lo que la autora podría haber tirado fácilmente, tratándose de un internado recóndito de una Suiza en plena Segunda Guerra Mundial. de hecho, se palpa el miedo de algunos a que aquella zona sea invadida por los alemanes de un momento a otro.

Un día, al internado llega una chica fina y callada que se llama Frédérique, y se armó el belén. Nuestra narradora, no sabe por qué, se enamora de esa chica. ¡Una niña enamorada de otra en una Suiza conservadora y en el conservador siglo XX! “Todavía hoy no logro expresa con palabras que me había enamorado de Frédérique; es una frase muy fácil de decir”, reconoce la propia narradora-protagonista.

Nuestra narradora, que buscaba la soledad y apenas estudiaba, a través de frases telegráficas narradas en primera persona nos irá narrando su aprendizaje en el amor a partir de observar a esa tal Frédérique, de la que se hace amiga. “En la escuela [...] era la mejor”, la alaba. La narradora la admira por su capacidad de orden y por lo atractiva que resulta. La seguía con la mirada y no se iba de su pensamiento en ningún momento. Ay, Frédérique, si tú supieras.

En ese internado, el Bauler Institut, la narradora verá las clases sociales reflejadas en las monjas. Sin embargo, el lector lo ve todo más difuso, ya que parece que la narración va vagando de un lado a otro y cuesta empatizar con la protagonista, pese a que no hay otros personajes, además de Frédérique, que le hagan sombra, ni mucho menos. También surge en la novela el personaje de una chica de piel oscura que un día aterriza en el internado de la mano de su padre, un jefe de Estado africano. Aquella chica se convierte en la curiosidad del resto, la admiran y adoran desde la lejanía, pero la narradora no profundiza mucho en la construcción de ese personaje: prefiere centrarse en su adorada Frédérique.

Mientras la obediencia y la disciplina se abren paso en la narración sin mucho aspaviento, la autora deja caer algún detalle poético, trazas de lirismo que descongestionan las palabras que van y vienen, del presente al pasado y del pasado al presente. Y de fondo, pocos personajes y muy secundarios exceptuando a las dos muchachas.

Esta es una novela muy breve donde se palpan la soledad, el paso del tiempo y el olvido. Los sueños de la juventud se desvanecen al mismo tiempo que las palabras finales del libro, en un maremágnum de recuerdos difusos, entre la realidad y la invención. Lo que sí es real es que aquellos años en el Bauler Institut en compañía de Frédérique fueron, según la narradora, los años del castigo.

Sin embargo, se irá de ese colegio para ir a otro, donde le enseñarán a ser una buena ama de casa. Perderá de vista a Frédérique y estará el resto de su vida esperando una carta suya en esta novela que es, también, una oda a los “educadores”.

Todo en esta novela tiene un aura de melancolía, y eso quizás me haya impulsado a ponerle tres estrellas en Goodreads en lugar de dos. Hay que admitir que Jaeggy construye una novela aceptable, aunque me esperaba mucho más. La introspección puede parecer abusiva, pero a mí me gusta cómo lo narra. Me ha recordado sobremanera a "Las manos pequeñas", de Andrés Barba, aunque sin el elemento macabro que encontramos en la novela del autor español.

Hay dos cosas que me han llamado mucho la atención en esta novela: la primera es la obsesión que demuestra la autora por España, al nombrarla media docena de veces más o menos en boca de la narradora o de otros personajes. La segunda cosa es una escena, casi al final, cuando la narradora nos transmite la imagen de una joven que ríe y que parece feliz y a la que, sin embargo, al día siguiente encontrarán ahorcada. La vida, sus vaivenes y lo oculto, siempre presente.

Autora de otras novelas como "El último de la estirpe" o "Proleterka", Jaeggy dibuja en esta novela sencilla el retrato de una mujer del siglo XX que recuerda, como podríamos hacer actualmente, y se diluye entre recuerdos y amores que no se consumaron, porque todo aquello que deseamos y no conseguimos se queda con un trozo de nosotros. Y así vamos muriendo, poco a poco.

“La infancia es vetusta”, dice ella. Las caras de esas chicas con las que compartió internado se le quedarán grabadas para siempre —la infancia de nuevo— y la vida seguirá, cada una por su lado, y en un pequeño rincón de su mente estará el recuerdo de los hermosos años del castigo.
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Guille63
 08 March 2023
“Buscaba la soledad y tal vez el absoluto. Pero envidiaba el mundo”

Robert Walser murió sepultado en la nieve mientras paseaba cerca de Appenzell, donde Fleur Jaeggy sitúa el internado para señoritas en el que cursó estudios a la edad de catorce años. La autora lo menciona al iniciar su relato, lo que coloca al autor suizo y, más concretamente, a su obra «Jakob von Gunten», en la mente del lector desde los primeros pasajes de la novela. En la obra de Walser, Jakob se interna voluntariamente en el Instituto Benjamenta, supuestamente con la intención de doblegar su orgullo y arrogancia e internalizar la subordinación como valor supremo, virtudes muy valoradas para una perfecta ama de casa, objetivo de maman para con su hija Jaeggy. No es la única coincidencia, el estilo de la autora recuerda mucho al de Walser, su elegancia, su belleza, su sobriedad, sus sugerentes vacíos, su cripticismo también (“¿En qué piensan las chicas? al menos la mitad tiene la nostalgia de morir y de un templo y de todos esos vestidos”). Pero Jaeggy es más cruel, más fría, más perturbadora.

“… perseveraba en el placer de llegar hasta el fondo de la tristeza, como en un despecho. El placer del desasosiego. No me resultaba nuevo. Lo apreciaba desde que tenía ocho años, interna en el primer colegio, religioso. Y pensaba que a lo mejor habían sido los años más bellos. Los años del castigo.”

La vida en un internado siempre me ha parecido algo inquietante, malsano. Seguramente influido por películas y novelas, siempre he visto algo turbio en las relaciones que se establecen en ese espacio cerrado y alejado del mundo entre los alumnos y entre estos y sus profesores (“… si cada noche besé la mano de mère préfete, sin rebelarme jamás, es porque a veces, más allá de todas las reglas, tuve la voluptuosidad de hacerlo. La voluptuosidad de la obediencia”). Obviamente, esta novela no será la que me cure de tal prejuicio. Todo el relato tiene una atmósfera de opresión, de rabia contenida que rodea a los pocos personajes que destaca la autora y narradora y que, con maledicente perversidad, describe: “la negrita”, la muñequita hija de un mandatario africano a la que todos admiran pero a la que nadie se acerca; su compañera de habitación, una alemana sana y corpulenta “aplicada y mala, como pueden serlo las chicas estúpidas”; Marion, la niña a la que no aceptó como su protegida, algo así como su esclava o su sirvienta; Micheline, la niñita de daddy, con una belleza que “paseaba como un pájaro tropical” y que solo aspira a pasárselo bien (“La alegría es difícil de soportar”); la directora del colegio, la señora Hofstetter, “alta, maciza, llena de dignidad, con la sonrisa hundida en la gordura”.

“En cierta manera hay una fisonomía de morgue en los rostros de las maestras. O cierto tufillo a morgue aun en las más joven y agradable de las muchachas. Una doble imagen, anatómica y antigua. En una, corre y ríe, y en la otra yace en una cama, cubierta por un sudario de encaje. Su misma piel la ha bordado.”

Y, por supuesto, la principal, Frédérique, su admirada amiga, la única que le parece interesante entre todos los habitantes de tan vetusta institución, tan respetuosa y obediente con la autoridad como despreciativa con sus compañeras y su entorno. Los cuadernos siempre ordenados en su ordenada habitación con armarios ordenados en los que guarda la “lencería doblada como los paños sagrados, los pensamientos doblados también”. Frédérique tiene algo de lo que las demás carecen, quizás producto de una vieja y noble estirpe, “como un don de los muertos”.

“Hay algo absoluto e inaprensible en ciertos seres, parece una lejanía del mundo, de los vivos, pero también parece el signo del que sufre un poder que no conocemos.”

No hay trama en la novela, solo escenas, imágenes, reflexiones que hay que leer sin prisa, pensando y repensando cada frase (no se preocupen, la novela apenas supera las cien páginas de letra grande) hasta sacar a la luz toda la profundidad que encierra cada una de ellas, cada párrafo. No siempre es fácil asimilar sus contradictorias expresiones, desentrañar la densidad de lo leído, pese a la sencillez de su construcción, a la simplicidad de su sintaxis.

“Yo comprendía a esos niños que se arrojaban desde el último piso de un colegio para hacer algo fuera del orden.”


P.S. Siendo todo bastante perturbador, lo que más me ha afectado es comprobar que fui alguien que solo le dio dos estrellas en mi primera y juvenil lectura.
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sonechka
 23 July 2022
Volver a casa es también regresar a mi biblioteca, a las estanterías que fui llenando de libros durante años. Me apetecía una lectura fresca, veraniega, y cometí el error de pensar que un libro de unas 100 páginas en letra grandota sería ligero. Nada que ver. "Los hermosos años del castigo" no es una lectura pesada, pero sí requiere reposo. Evoca y sugiere, exige el pequeño esfuerzo de imaginar lo que insinúa, lo que no cuenta del todo. Tal vez no era el momento ideal para leerlo, pero tampoco me ha disgustado.
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Citas y frases (8) Ver más Añadir cita
MarioG17MarioG1713 March 2020
Cuando se está allí dentro [en el colegio], una imagina cosas grandiosas sobre el mundo, y cuando sale, a veces desearía volver a oír el sonido de la campana.
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sonechkasonechka24 June 2022
Pétalos enfermos. Flores de tumba. Su amor por mí se secó al instante.
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MarioG17MarioG1713 March 2020
Desde el día en que entramos en el Bausler Institut no hicimos más que pensar en el día que saldríamos.
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MarioG17MarioG1713 March 2020
Habría podido escribir una novela de amor con sequedad de corazón, como una anciana que recordara.
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MarioG17MarioG1713 March 2020
La vida para mí se hacía demasiado larga. La literatura, por sí sola, no me distraía.
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