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Crítica de Guille63


Guille63
08 March 2023
“Buscaba la soledad y tal vez el absoluto. Pero envidiaba el mundo”

Robert Walser murió sepultado en la nieve mientras paseaba cerca de Appenzell, donde Fleur Jaeggy sitúa el internado para señoritas en el que cursó estudios a la edad de catorce años. La autora lo menciona al iniciar su relato, lo que coloca al autor suizo y, más concretamente, a su obra «Jakob von Gunten», en la mente del lector desde los primeros pasajes de la novela. En la obra de Walser, Jakob se interna voluntariamente en el Instituto Benjamenta, supuestamente con la intención de doblegar su orgullo y arrogancia e internalizar la subordinación como valor supremo, virtudes muy valoradas para una perfecta ama de casa, objetivo de maman para con su hija Jaeggy. No es la única coincidencia, el estilo de la autora recuerda mucho al de Walser, su elegancia, su belleza, su sobriedad, sus sugerentes vacíos, su cripticismo también (“¿En qué piensan las chicas? al menos la mitad tiene la nostalgia de morir y de un templo y de todos esos vestidos”). Pero Jaeggy es más cruel, más fría, más perturbadora.

“… perseveraba en el placer de llegar hasta el fondo de la tristeza, como en un despecho. El placer del desasosiego. No me resultaba nuevo. Lo apreciaba desde que tenía ocho años, interna en el primer colegio, religioso. Y pensaba que a lo mejor habían sido los años más bellos. Los años del castigo.”

La vida en un internado siempre me ha parecido algo inquietante, malsano. Seguramente influido por películas y novelas, siempre he visto algo turbio en las relaciones que se establecen en ese espacio cerrado y alejado del mundo entre los alumnos y entre estos y sus profesores (“… si cada noche besé la mano de mère préfete, sin rebelarme jamás, es porque a veces, más allá de todas las reglas, tuve la voluptuosidad de hacerlo. La voluptuosidad de la obediencia”). Obviamente, esta novela no será la que me cure de tal prejuicio. Todo el relato tiene una atmósfera de opresión, de rabia contenida que rodea a los pocos personajes que destaca la autora y narradora y que, con maledicente perversidad, describe: “la negrita”, la muñequita hija de un mandatario africano a la que todos admiran pero a la que nadie se acerca; su compañera de habitación, una alemana sana y corpulenta “aplicada y mala, como pueden serlo las chicas estúpidas”; Marion, la niña a la que no aceptó como su protegida, algo así como su esclava o su sirvienta; Micheline, la niñita de daddy, con una belleza que “paseaba como un pájaro tropical” y que solo aspira a pasárselo bien (“La alegría es difícil de soportar”); la directora del colegio, la señora Hofstetter, “alta, maciza, llena de dignidad, con la sonrisa hundida en la gordura”.

“En cierta manera hay una fisonomía de morgue en los rostros de las maestras. O cierto tufillo a morgue aun en las más joven y agradable de las muchachas. Una doble imagen, anatómica y antigua. En una, corre y ríe, y en la otra yace en una cama, cubierta por un sudario de encaje. Su misma piel la ha bordado.”

Y, por supuesto, la principal, Frédérique, su admirada amiga, la única que le parece interesante entre todos los habitantes de tan vetusta institución, tan respetuosa y obediente con la autoridad como despreciativa con sus compañeras y su entorno. Los cuadernos siempre ordenados en su ordenada habitación con armarios ordenados en los que guarda la “lencería doblada como los paños sagrados, los pensamientos doblados también”. Frédérique tiene algo de lo que las demás carecen, quizás producto de una vieja y noble estirpe, “como un don de los muertos”.

“Hay algo absoluto e inaprensible en ciertos seres, parece una lejanía del mundo, de los vivos, pero también parece el signo del que sufre un poder que no conocemos.”

No hay trama en la novela, solo escenas, imágenes, reflexiones que hay que leer sin prisa, pensando y repensando cada frase (no se preocupen, la novela apenas supera las cien páginas de letra grande) hasta sacar a la luz toda la profundidad que encierra cada una de ellas, cada párrafo. No siempre es fácil asimilar sus contradictorias expresiones, desentrañar la densidad de lo leído, pese a la sencillez de su construcción, a la simplicidad de su sintaxis.

“Yo comprendía a esos niños que se arrojaban desde el último piso de un colegio para hacer algo fuera del orden.”


P.S. Siendo todo bastante perturbador, lo que más me ha afectado es comprobar que fui alguien que solo le dio dos estrellas en mi primera y juvenil lectura.
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