Roald Dahl
Y el dinero iba cayendo a puñados a los bolsillos de las dos avariciosas tías. Pero mientras todo este bullicio tenía lugar, el pobre James había sido obligado a quedarse encerrado en su habitación, mirando a través de los cristales de la ventana a la multitud de gente que hormigueaba abajo en el jardín. Ese bruto infame no haría más que estorbar a todo el mundo si lo dejáramos andar suelto por ahí, había dicho la Tía Spiker por la mañana. ¡Oh, por favor! , les había rogado. Hace años y años que no veo a otros niños, y habrá montones de ellos con los que podría jugar. Y además puedo ayudaros en lo de las entradas. ¡Cállate la boca! , había cortado la Tía Sponge. Tu Tía Spiker y yo estamos a punto de hacernos millonarias, y lo último que se nos ocurriría sería dejar mezclarse a un gusano como tú en nuestros asuntos para estropearlo todo. A última hora, al anochecer del primer día y cuando ya toda la gente se había marchado, las tías abrieron la habitación de James y le mandaron afuera a recoger las cáscaras de plátano y naranja, y los papeles que la multitud había tirado por el suelo. -Por favor, ¿Podría comer algo antes? -rogó-. No he comido nada en todo el día. - ¡No! -le gritaron, echándole fuera-. Estamos demasiado ocupadas para cocinar. ¡Tenemos que contar nuestro dinero!
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