Calificación promedio: 5 (sobre 5 calificaciones)
/Empecé siendo muy cría, con la máquina de escribir de mi abuelo. Me sentaba en su despacho y pasaba horas escribiendo relatos protagonizados por Azucena, la que era entonces mi niñera. A los trece acabé mi primer libro, El enigma del norte, un texto a todas luces malísimo que estuvo a punto de ser publicado por SM, la editorial del que fue mi colegio. De ellos recibí mi primera carta de rechazo. Pero nunca dejé de escribir; es mi forma de expresarme, de dialogar conmigo misma y de proyectar mi mirada sobre el mundo.
El fanzine tiene un potencial —o al menos una capacidad de impacto— reducida, pertenece al underground y en el underground debe quedarse. Nada de editores ni de líneas editoriales, el fanzine debe ser libre y servir como un vehículo político artístico absolutamente personal. Hacer fanzines es obrar con libertad, y en el panorama nacional hay ejemplos magistrales como los del colectivo Sisterhood, Bulbasaur o todo lo que publica Bombas para desayunar, de Andrea Galaxina. Si la necesidad económica no lo impidiera, viajar y hacer fanzines sería todo lo que querría hacer.
Cuando comenzó la pandemia yo estaba haciendo una novela de la que llevaba ya una gran parte, casi doscientas páginas. El confinamiento cortó aquel proceso creativo en seco, ya no me interesaba lo que estaba escribiendo y no sé hacer nada —literariamente— que no me interese, soy muy exigente —no adrede, si no de forma natural—, en ese sentido. Tras abandonar el proyecto de novela, que ya estaba apalabrado con una gran editorial, empecé a hacer estos relatos que sí me interesaban y me interpelaban, a los que sí deseaba dedicar mi tiempo, pero aquella editorial rechazó publicarlos. Seguí adelante sola y el resultado es este. Podría no haber salido bien, pero tengo muy claro que mi escritura es mía y solo debe obedecer a mi impulso más íntimo, no plegarse a exigencias, deadlines o preferencias externas.
Creo que nuestra cotidianidad está llena de momentos de crisis que pueden derivar en revelaciones y rupturas de todo tipo. Lo monstruoso se da, precisamente, cuando no dejamos que esas crisis emerjan, cuando luchamos para mantenerlas soterradas. Para una mujer embarazada es terrorífico darse cuenta de que no sabe si desea tener a su bebé, para un hombre vulgar es una pesadilla descubrir en él un deseo abyecto, que lo aleja de todo lo que considera válido o humano. Todos estamos atravesados por experiencias que, en uno u otro sentido, nos resultarán monstruosas, que cambiarán nuestra mirada sobre los demás y sobre nosotros mismos.
No tengo la menor idea, pero sí creo que no deberíamos habitar nuestras vidas movidos por la inercia. A menudo, sobre todo en la edad adulta, vivimos de espaldas a nuestros deseos, y avanzamos guiados por pautas o expectativas sociales y no en base a lo que queremos en realidad. Casi nunca, de hecho, hacemos el ejercicio de mirarnos, bucear en nuestra psique y enfrentarnos a nuestros deseos, y todavía menos reunimos la valentía como para seguir esos deseos. Creo que de esa desconexión con nuestros propios anhelos, de ese conformismo vital, surgen los mayores momentos de crisis.
Escribí el libro desde un contexto vital muy conflictivo, con la pandemia y la disolución de mi matrimonio sucediendo al mismo tiempo. Así que más que una atmósfera pretendida, era sencillamente el ánimo que habitaba en mí. Escribir estos cuentos me sirvió como una herramienta de despersonalización, usaba mis miedos como gasolina literaria y al escribir los alejaba de mí, los miraba desde otro lugar, ejercía el control.
Es inevitable que interioricemos las convenciones sociales, la ética, la noción de lo apropiado y de lo inapropiado. Eso no es del todo malo, pero debemos ejercitar la conexión con nuestra propia voluntad, atrevernos a reconocer y entender nuestros deseos sean cuales sean. El miedo al deseo es algo muy profundo y muy difícil de sortear, es mucho más sencillo limitarse a existir aunque, a menudo, eso acabe trayendo consecuencias nefastas.
El amor romántico, claro. Como construcción cultural, entiendo que es lo peor y lo mejor -con muchas comilla-, que tenemos. Toda la mística en torno al amor, todo el aparato narrativo con el que rodeamos la química de la atracción, puede conllevar momentos de una felicidad extática, casi de locura, y también la más absoluta quiebra emocional. Entregarse al amor romántico —no hablo del amor compañero, comprometido y cuidador—, es un deporte de riesgo, pero también puede ser enriquecedor si tenemos las herramientas necesarias para entenderlo como la ficción que es.
Siempre podemos hablar de la mujer como sujeto político. En este caso, al contrario que en mi libro anterior, no había una intención política en el texto, excepto en el último relato, que sí nace de la necesidad de expresar un mensaje claro, un mensaje sobre la soledad de quien está atravesado por un deseo abyecto pero involuntario, que no se puede juzgar. Eso sí, creo que todo texto puede analizarse desde una perspectiva política y en este conjunto de relatos se retrata un extenso abanico de opresiones hacia las mujeres, desde la maternidad al amor romántico, el abuso emocional o el maltrato machista.
No sabría decirlo, pero como lectora soy muy devota de A.M. Homes, Lorrie Moore, Lydia Davis, Raymond Carver, Amy Hempel, Joy Williams, Donald Ray Pollock, Bonnie Jo Campbell… Autoras y autores de cuento americano que sin duda me influirán a la hora de escribir. Creo que la importancia de la violencia y del territorio, claves en mi escritura, pueden rastrearse ahí pero también en la influencia del audiovisual, que es determinante para mí. Creo que sin películas como Frozen River o Winter`s bone, incluso sin el spaghetti western o Haneke, mi forma de escribir sería distinta. También sin la fotografía de Joel Meyerowitz o Stephen Shore, sin la obra de Louise Bourgeois o Sophie Calle, sin mis viajes a Estados Unidos, a donde regreso siempre que puedo.. Un escritor —cualquier creador, en realidad—, lee pero hace mucho más, recibe estímulos constantemente.
Tras un parón de tres meses sin apenas escribir, estoy haciendo más cuentos. Tengo en mente empezar una novela corta, pero aún estoy en una fase muy anterior a la escritura.
No lo sé, fui una niña muy lectora y empecé a escribir muy pronto. Me gustaba mucho Ana María Matute y Louisa May Alcott, por ejemplo. Pero tal vez el momento en el que entendí que la literatura sería importante para mí fue cuando de adolescente empecé a leer a Dostoievski, Bulgakov, Nabokov… ahí me enamoré de la lectura y de lo que provocaba en mí.
Eso no me ha sucedido. Cuando leo a Bárbara Blasco o a Silvia Hidalgo a menudo pienso «vaya, yo nunca tendré esta prosa, esta agudeza, qué pena». Pero no conlleva un deseo de dejar de escribir.
El maestro y margarita de Mijail Bulgakov fue el primer libro que, más allá del placer de leer, me deslumbró como artefacto. Lo leí siendo muy joven y marcó un antes y un después en mi forma de entender la literatura.
He leído varias veces El Beso de Kathryn Harrison y Las lealtades de Delphine de Vigan, dos novelas que a nivel de contenido y de prosa me parecen espectaculares.
Vergüenza, no. Pero me faltan por leer grandes autoras y autores latinoamericanos y nacionales, porque me voy siempre a lo yanki. Es algo a lo que, poco a poco, pretendo poner remedio.
No es un libro raro, pero Éramos unos niños, de Patti Smith, me parece un libro que nadie debería perderse. O Irme de esta manera, mi relato favorito de Lorrie Moore, una verdadera joya. También es extraordinario El final de la historia, de Lydia Davis, o Tienes que mirar, de Anna Starobinets, un testimonio de su paso por el sistema sanitario ruso. Hay demasiados libros que recomendaría.
Ahora mismo estoy leyendo Cosas que no quiero decir, de Deborah Levy, que tiene bastante de terror cotidiano. Nada más terrorífico que no poder evitar el llanto al subirse a unas escaleras mecánicas.
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