Hablo en pasado de Eme. Es triste y fácil: ya no está. Pero también debería aprender a hablar en pasado de mí mismo.
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Hablo en pasado de Eme. Es triste y fácil: ya no está. Pero también debería aprender a hablar en pasado de mí mismo.
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La larga convicción de que esperamos que nadie reconozca en nuestra cara la cara que perdimos hace tiempo.
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La muerte era entonces invisible para los niños como yo, que salíamos, que corríamos sin miedo por esos pasajes de fantasía, a salvo de la historia. La noche del terremoto fue la primera vez que pensé que todo podía venirse abajo. Ahora creo que es bueno saberlo. Que es necesario recordarlo a cada instante.
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Y en este oficio extraño, humilde y altivo, necesario e insuficiente: pasarse la vida mirando, escribiendo.
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Los padres abandonan a los hijos. Los hijos abandonan a los padres. Los padres protegen o desprotegen pero siempre desprotegen. Los hijos se quedan o se van pero siempre se van. Y todo es injusto, sobre todo el rumor de las frases, porque el lenguaje nos gusta y nos confunde, porque en el fondo quisiéramos cantar o por lo menos silbar una melodía, caminar por un lado del escenario silbando una melodía. Queremos ser actores que esperan con paciencia el momento de salir al escenario. Y el público hace rato que se fue.
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Era como si quisiera perderme por alguna calle nueva. Perderme absoluta y alegremente. Pero hay momentos en que no podemos, no sabemos perdernos. Aunque tomemos siempre las direcciones equivocadas. Aunque perdamos todos los puntos de referencia. Aunque se haga tarde y sintamos el peso del amanecer mientras avanzamos. Hay temporadas en que por más que lo intentemos descubrimos que no sabemos, que no podemos perdernos. Y tal vez añoramos el tiempo en que podíamos perdernos. El tiempo en que todas las calles eran nuevas.
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Me gustaría estar contra la nostalgia. Dondequiera que mire hay alguien renovando votos con el pasado. Recordamos canciones que en realidad nunca nos gustaron, volvemos a ver a las primeras novias, a compañeros de curso que no nos simpatizaban, saludamos con los brazos abiertos a gente que repudiábamos. Me asombra la facilidad con que olvidamos lo que sentíamos, lo que queríamos. La rapidez con que asumimos que ahora deseamos o sentimos algo distinto. Y a la vez queremos reírnos con las mismas bromas. Queremos, creemos ser de nuevo los niños bendecidos por la penumbra |
Entonces no sabíamos los nombres de los árboles o de los pájaros. No era necesario. Vivíamos con pocas palabras y era posible responder a todas las preguntas diciendo: no lo sé. No creíamos que eso fuera ignorancia. Lo llamábamos honestidad. Luego aprendimos, de a poco, los matices. Los nombres de los árboles, de los pájaros, de los ríos. Y decidimos que cualquier frase era mejor que el silencio.
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leer morosamente, echarse en la cama largas horas sin solucionar nunca la picazón en los ojos, es la coartada perfecta para esperar la llegada de la noche. Y eso espero, nada más: que la noche llegue pronto.
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Si había algo que aprender, no lo aprendimos. Ahora pienso que es bueno perder la confianza en el suelo, que es necesario saber que de un momento a otro todo puede venirse abajo. Pero entonces volvimos, sin más, a la vida de siempre.
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¿Qué criaturas mágicas podemos encontrar en Gringotts, el banco de magos?