Pasaban años antes de que el alto Tribunal del Santo Oficio dictara sentencia desde esta mesa que adornan una calavera y unos tinteros de plata con figuras labradas de espadas, cruces y peces y la inscripción: «Yo, la luz de la verdad, guío tu conciencia y tu mano. Si no aplicas la justicia, en tu fallo labrarás tu propia ruina». Pensó: «¿A cuántos santos de verdad, a cuántos audaces, a cuántos pobres diablos quemarían?». Porque no era la luz de la verdad la que guiaba la mano de la Inquisición: eran los delatores.
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