Ese mar revuelto de quienes lloran en el patio de butacas de un teatro a oscuras, arponeados por su propio océano. Sí, las historias de mar son historias políticas. Y los hombres... árboles sin raíces. Leños que el mar empuja.
|
Ese mar revuelto de quienes lloran en el patio de butacas de un teatro a oscuras, arponeados por su propio océano. Sí, las historias de mar son historias políticas. Y los hombres... árboles sin raíces. Leños que el mar empuja.
|
Que escribir sea arrancar, insisto, me parece natural. La vida es, en suma, una mutilación. La primera de todas. ¿Por qué no habría de serlo la narración que hacemos de ella?
|
Pensaba que las cosas eran rápidas y sencillas y que las historias se escribían solas. Que ellas nos escogían para contarlas y no que había que cogerlas, fuertemente, como se hace con las palabras cuando se desbocan. No entendía que lidiaba con caballos furiosos tirando del carro de mi inexperiencia. Ignoraba cuán fuerte había que sujetar las riendas para que cada párrafo no echara a correr cuesta abajo. No sabía yo que esta vida era una doma.
|
Se ha escrito que la patria es la infancia. Se ha escrito que la patria es la lengua. Mi patria es haber sobrevivido a un proyecto que ni siquiera fue pensado para mí. En ese momento perdí un país, una cultura. Es decir (y resultaría extremadamente penoso intentar explicarlo, porque de algún modo es incomunicable): mi patria es el instante en el que el destino de mi familia ya no tuvo que ver con los proyectos de vida, sino con imperativos de supervivencia, el momento en que se me negó Argentina. O mejor: su posibilidad. La dictadura es el hecho fundamental de mi vida. Mi origen.
|
Acaso porque he olvidado mi ciudad de origen o porque he cambiado muchas veces de piso o porque pienso a menudo en cosas que ya no existen, conservo desde hace años una idea fija: todos llevamos en nuestro interior una versión elefantiásica, una talla de nosotros mismos que no cabe en ningún lugar. Todos habitamos la cacharrería, ese lugar donde nos da por pegar una carrerilla salvaje; echamos a correr como bestias que han olvidado lo que son. Afelpados por los zoológicos y los circos, hemos olvidado que avanzamos demoliendo.
|
Porque, al fin y al cabo, qué es un país sino una familia odiándose.
|
Una maleta nunca es la misma, su pasajero tampoco. Compartimos una indefensión de pescadería. Alguien nos descuartiza, nos abre en canal, nos jurunga, nos ultraja. El día que cogí mi primer avión a Madrid entendí de qué están hechas ciertas despedidas. La mía fue eso: aquel puñado de mierda y vísceras, aquel litoral acabado, ese país insolvente al que no pude devolverle ni siquiera una lágrima.
|
El libro es la farmacopea de mí misma y de los lugares que me expulsaron y acogieron. Es la receta médica del que escribe para empujar la pastilla del desencanto. Es mi arsénico y mi insatisfacción. Es el punto y aparte de esta medicación a la que se amarra uno para sacar a pasear la cólera. Aquella, la de Aquiles. La primera palabra sobre la que se levantó el acantilado de la literatura. Lo siguiente es dejarse caer. |
(Los textos) Conservan el asombro y la ira que los impulsó, pero han pasado por el quirófano del tiempo. Es así, el tiempo también escribe. Y menos mal.
|
Cuando aterricé en España hace ya más de doce años tuve una idea, solo una: si quería sobrevivir, tenía que escribir. Pasar por el tamiz del teclado todo cuanto ocurriese en mi vida de recién emigrada. Solo así podría comprender y tener fuerza para conducir el cayuco de mi propia prosa. Tenía que crecer de la nada una laguna Estigia o un cementerio imaginario. En otras palabras: confeccionar un país duradero, el de la literatura como automedicación, olvidarlo todo para volver a encontrarlo.
|
¿Para qué viajan Fray Guillermo y Adso a la abadía benedictina?