—La palabra es fuente de malentendidos.
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—La palabra es fuente de malentendidos.
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—Solo se conocen las cosas que se domestican —dijo el zorro—. Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Compran cosas hechas a los mercaderes. Pero cómo no existen mercaderes de amigos, los hombres ya no tienen amigos.
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Con tal de parecer ingenioso, a veces uno miente un poco.
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La Tierra no es un planeta cualquiera. Se cuentan allí ciento once reyes (sin olvidar, sin duda, los reyes negros), siete mil geógrafos, novecientos mil hombres de negocios, siete millones y medio de ebrios y trescientos once millones de vanidosos, es decir, alrededor de dos mil millones de personas mayores.
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—Yo poseo una flor que riego todos los días. Poseo tres volvamos que deshollino todas las semanas. Pues deshollino también el que está extinguido. No se sabe nunca. Es útil para mis volcanes y es útil para mi flor que yo los posea.
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—¿Qué haces ahí? —Bebo. —¿Por qué bebes? —Para olvidar. —¿Para olvidar qué? —Para olvidar que tengo vergüenza. —¿Vergüenza de qué? —¡Vergüenza de beber! |
Para los vanidosos, los otros hombres son admiradores. […] Los vanidosos solo oyen las alabanzas.
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—Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo que juzgar a los demás. Si logras juzgarte bien a ti mismo eres un verdadero sabio.
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—Hay que exigir a cada uno lo que cada uno puede hacer. […] La autoridad reposa, en primer término, sobre la razón. Si ordenas a tu pueblo que vaya arrojarse al mar, hará una revolución. Tengo derecho a exigir obediencia cuando mis órdenes son razonables.
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—Si ordeno, decía corrientemente, si ordeno a un general que se transforme en ave marina y si el general no obedece, no será culpa del general. Será culpa mía.
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¿Cuál es la profesión del narrador que encuentra el Principito en el desierto?