Me percato de que la letra impresa causa en mí un efecto diferente al que uno experimenta mediante la lengua oral. Ello tal vez se deba, entre otros motivos, a la levísima concavidad que permanece en el papel cada vez que una letra es estampada sobre él, o a la falta de nitidez de la tinta; quizás también a la simpática inclinación de la «j» y su rabito travieso, o al pronunciado ángulo de la «m», que le hace parecer mellada. Todos y cada uno de estos detalles, entre otros muchos, confieren a la grafía una calidez y un vigor que no encuentro en el habla; aunque, dicho sea de paso, ello no me impide pensar que tanto a la «j» como a la «m» debería exigírseles, tal vez, un poco más de compostura.