Ozawa no podía evitarlo, no le quedaba más alternativa que hacer lo que hacía. Su médico, su fisioterapeuta, sus amigos y su familia podían insistir en que lo dejara (y lo intentaron, por supuesto), pero era imposible, porque la música es para él el combustible imprescindible para seguir vivo. Expresado de un modo más radical, diría que de no poder inyectarse la música en vivo en sus venas moriría. Es su única forma de existir en el mundo, de sentirse realmente vivo: crear música con sus propias manos y, aún palpitante, ofrecérsela al público. ¿Quién sería capaz de detenerlo? También a mí me daban ganas de decirle que parase un poco, que se retirase durante un tiempo hasta recuperar fuerzas y volver después. Me hubiera gustado decirle que le entendía, pero que quizás era mejor ir paso a paso en lugar de correr. Era el único argumento razonable que se me ocurría, pero cuando lo veía erguido en la tarima al frente de la orquesta exprimiendo sus energías, me resultaba imposible planteárselo. Pensaba que mis palabras sonarían falsas, huecas. Me daba la impresión de que vivía en un mundo que trascendía las formas de pensar razonables. Como un lobo que sólo es capaz de vivir en las profundidades del bosque.
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