Crecimos en la guerra

Un día, tal vez, empezaremos no solo a oír, sino también a escuchar a esos corazones que se despiertan con balas de fusil, que juegan a los pistoleros, a secuestrar, a torturar y a lanzar bombas, que construyen cambuches y que aprenden a camuflarse; a aquellos cuyo sueño es adentrarse en una selva añorando un tesoro que los libere del miedo, de la lucha, del hambre, de la necesidad.

Un día, tal vez, nuestro ojos empezarán a ver de verdad, a identificar en cada mirada el dolor y la pérdida. Aprenderemos el lenguaje de las lágrimas que caen como cascadas, pero también aquellas que se estancan y se niegan a caer. Tendremos la capacidad de leer el ceño fruncido y las líneas de expresión, aquellos gestos que usan para camuflar un corazón cansado de ser herido, de quebrarse.

Un día, tal vez, nuestra manos dejarán de empuñar armas para matar vidas, nuestros dedos dejarán de señalar y disparar para matar almas, dejarán de dibujar líneas para separar, segregar y discriminar. Un día, nuestras manos entenderán que deben empezar abrirse para saludar, abrazar y consolar.

Un día, tal vez, empecemos a comprender que las heridas de la guerra no afectan a todos por igual, pero a aquellos a quienes les roba la infancia y la adolescencia, los destruye y esa destrucción se equipara a la devastación que produce una bomba atómica, jamás vuelven a ser igual, las cicatrices son para siempre, y aunque se pueden tratar, mitigar, afrontar, jamás se borran, jamás se olvidan y algunas, nunca sanan.

«Crecimos en la guerra» es un libro sobre heridas, unas controladas y otras que siguen sangrando profusamente; es un libro sobre cicatrices, superficiales y profundas; pero también es un libro sobre el olvido, un olvido que condena, castiga, anula y destroza. Un olvido que olvida.

Aunque los nombres de los protagonistas fueron cambiados para retratar sus historias, es doloroso saber que no nos cuesta mucho imaginar que este puñado de nombres ficticios son realmente miles, cientos de miles las historias similares que a lo largo de nuestra violenta historia poco a poco se van convirtiendo en estadísticas de un estado fallido, que no pudo asegurar a su población más joven el derecho a conservar la inocencia de la niñez por varios años, y poder conocer la paz y los sueños en su paso por la adolescencia rumbo a la adultez no prematura.
La autora en este breve recuento de las charlas que sostuvo con jóvenes victimas de la violencia, nos permite conocer un ápice del dolor que pudo acompañar en su diario vivir como periodista, dejando este documento sumamente doloroso, estremecedor y al compararlo con los días actuales resulta hasta un poco desesperanzador, al evidenciar que los horrores contados en estas historias siguen sucediendo a lo largo y ancho del territorio nacional.
Afortunadamente ella misma nos hace un llamado a la empatía desde lo individual para lograr transformar lo colectivo y preguntarnos que podemos hacer para que el entorno cambie, para que estas historias no se olviden, para que el fin de la violencia llegue, para que el país proteja la niñez de su pueblo.