Ella prefería sintonizar los programas del recuerdo: “Al compás del corazón”. “Para los que fueron lolos”. “Noches de arrabal”. Y así se lo pasaba tardes enteras bordando esos enormes manteles y sábanas.
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Ella prefería sintonizar los programas del recuerdo: “Al compás del corazón”. “Para los que fueron lolos”. “Noches de arrabal”. Y así se lo pasaba tardes enteras bordando esos enormes manteles y sábanas.
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Nada es perfecto, se dijo cerrando la puerta, poniendo las flores en agua, abriendo todas las llaves para que ese repicar de cataratas soltara el nudo fluvial que se agolpaba en su pecho. Nada es ideal, insistió para sentir el vidriado calor de la pena humedeciéndole la mirada, descorriendo apenas la acuarela azul de las flores marchitas que esperaban el rocío amargo y teatrega de su llanto. Pero no pudo llorar, por más que trató de recordar canciones tristes y arpegios sentimentales, no podía desaguar el océano atormentado de su vida.
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Como si la repetición del nombre bordara sus letras en el aire arrullado por el eco de su cercanía. Como si el pedal de esa lengua marucha se obstinara en nombrarlo, llamándolo, lamiéndolo, saboreando esas sílabas, mascando ese nombre, llenándose toda con ese Carlos tan profundo, tan amplio ese nombre para quedarse toda suspiro, arropada entre la C y la A de ese C-arlos que iluminaba con su presencia toda la casa.
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Con tanta neura me salieron patas de gallo hasta en la lengua. Mira como tengo la piel, parece un papiro egipcio con la preocupación.
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Lo que nos hizo encontrarnos fueron dos historias que apenas se dieron la mano en medio de los acontecimientos. Y lo que aquí no pasó, no va a ocurrir en ninguna parte del mundo. Me enamoré de ti como una perra, y tú solamente te dejaste querer.
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¿Cómo se mira algo que nunca más se va a ver? ¿Cómo se puede olvidar aquello que nunca se ha tenido?
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Su encrespado corazón de niño colibrí, huérfano de chico al morir la madre. Su nervioso corazón de ardilla asustada al grito paterno, al correazo en sus nalgas marcadas por el cinturón reformador. Él decía que me hiciera hombre, que por eso me pegaba. Que no quería pasar vergüenzas, ni pelearse con sus amigos del sindicato gritándole que yo le había salido fallado.
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Déjame estar triste, es la única forma que conozco de estrujar la felicidad, para que después no me pene.
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¿Y si yo no estuviera?, esto sería un chiquero inmundo, rezongó tomando la almohada aún tibia que sostuvo su cabeza. Todavía guardaba su olor, y la huella de su cara estaba fresca en el raso húmedo que besó su boca. Tal cercanía le trajo una oleada de ternura, un hilo eléctrico que la recorrió entera con su escalofrío sensual y peligroso.
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En su cabeza de loca dudosa no cabía la culpa, este era un oficio de amor que alivianaba a esa momia de sus vendas. Con infinita dulzura deslizó la mano entre el estómago y el elástico del slip, hasta tomar como una porcelana el cuerpo tibio de ese nene en reposo. Apenas lo acunó en su palma y lo extrajo a la luz tenue de la pieza, desenrollando en toda su extensión la crecida guagua-boa, que al salir de la bolsa se soltó como un látigo. Tal longitud excedía con creces lo imaginado, a pesar de lo lánguido, el guarapo exhibía la robustez de un trofeo de guerra, un grueso dedo sin uña que pedía a gritos una boca que anillara su amoratado glande. Y la loca así lo hizo, sacándose la placa de dientes, se mojó los labios con saliva para resbalar sin trabas ese péndulo que campaneó en sus encías huecas. En la concavidad húmeda lo sintió chapotear, moverse, despertar, corcoveando agradecido de ese franeleo lingual. Es un trabajo de amor, reflexionaba al escuchar la respiración agitada de Carlos en la inconsciencia etílica.
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Como agua para chocolate