Rojo y Oro

Quizá por eso reconozco entonces el sentimiento: la tristeza. La pena más profunda, la que encoge el alma y te hace creer que nunca podrás recuperarte. La que te ancla a la realidad y a la oscuridad al mismo timepo, como cadenas invisibles que cortan tu capacidad de volar tan lejos como quieras. Es la tristeza de la desesperanza, del futuro arrebatado, de la seguridad de que solo queda pesar.

Esperaba a la Vida más... dura. Aunque supongo que la Vida no es dura en sí misma, sino que son factores externos los que la convierten en algo complicado. Tiene su lógica que la Vida, en su naturaleza más absoluta, sea pura y sencilla.

El tiempo me ha enseñado que el poder hacer algo solo depende de con cuánta fuerza lo desees y cuánto estás dispuesta a arriesgar por conseguirlo.

¿En qué momento han dejado de besar el suelo que pisamos? ¿Y qué será de los dioses si todos los mortales empiezan a pensar así? Si dejan de creer en nosotros...

Es cierto, soy el dios de la Vida..., pero jamás he salvado a nadie. Nunca he escuchado ni una de las plegarias que resuenan en mi cabeza a todas horas. ¿Por qué voy a hacerlo, si nunca nadie se ha preocupado de salvarme a mí?

La suerte es un pobre consuelo para aquellos que no tienen a los dioses de su parte.

¿Quién no desea a una mujer poderosa?

Quizá el problema es que castigáis a las mortales, en vez de a vuestro marido, mi reina. Y a él, ellas no le importan nada.

Y, así, la Vida nunca conoció la libertad.

Sabía que una amazona ha de presentar batalla hasta el final, que la pérdida del honor no era caer, sino rendirse.