El gato que venía del cielo

Cuanto más retrasábamos la hora de volver a casa, más crecía la esperanza de que viniese aquel que no se dignaba a mostrarse. Era una forma de refugiarnos del tormento, de escapar a la angustia provocada por el tiempo que transcurría inexorable sin tener noticias del ser amado.

Si nos levantábamos tarde, lo primero que hacía mi mujer era echar un vistazo detrás de la cortina. «¿Acaso no nos pertenece ya este gato?», se preguntaba con cara de felicidad mientras se deleitaba con su sueño.

A partir de entonces, todas las noches del aniversario de su muerte íbamos a pie hasta la casa de los susuki, donde le habían encontrado. Una vez seguros de que no iba a pasar nadie, dejábamos dos o tres peces secos donde presumíamos que había ocurrido la desgracia y rezábamos por su alma.

Los gatos que salen de las casas no dudan un instante en cruzar fronteras que solo existen para los humanos.

¿De dónde nacía ese deseo de acudir al lugar donde habían enterrado su cuerpo? Era como si quisiéramos conectarnos con él a través de un mecanismo psicológico en otra dimensión, para paliar así la pérdida definitiva de su presencia, la ausencia irremediable de un ser precioso e irreemplazable.

En su cara impasible solo se apreciaba interés por la astronomía, por el mundo vegetal y animal, una absoluta indiferencia por los asuntos humanos. Sus orejas puntiagudas parecían prestar atención solo al rumor de una corriente uniforme que penetraba por intersticios vedados a nuestra vista.

«Ha sido una charla de lo más íntima —me explicó—. No parecían maullar cada uno por su cuenta. Creo que hablaban del futuro…». Mientras lo contaba, asentía ligeramente con la cabeza, como si no se creyera del todo sus propias palabras.

«¡Es nuestro gato!», decía mi mujer a pesar de ser perfectamente consciente de que no era cierto. Se lo comía con los ojos. Estaba convencida de que era un regalo del cielo.

«¿Y si sencillamente nos lo llevamos, lo robamos?», le propuse a mi mujer en voz baja. Ella sonrió sin ganas. Con su gesto expresaba lo difícil que le resultaba entender que aquel que entraba hasta lo más profundo de la casa, hasta el fondo mismo de nuestros corazones, no fuera más que un simple invitado.

El agua del estanque del jardín de había aclarado después del equinocio de primavera. Un zorzal rollizo hacía allí sus abluciones. Un minúsculo carbonero vino a imitarle.