El cuarto de la plancha

El dolor de la pérdida es físico. De ahí que se lo llame “dolor.” Es un daño que se percibe en el cuerpo. Una especie de garra que aprieta sin piedad. De la frente a la nuca, de la garganta a los pulmones, del corazón al estómago. La pena se siente por fuera y por dentro. Nos arrastra como una marea que sube y baja sin control y nos empuja hacia el fondo… y duele, duele mucho.

La vida me ha enseñado que empieza muchas veces y todas merecen la pena vivirse.

Solo se pierde a quien se ha tenido alguna vez cerca del corazón.

El sentimiento de felicidad es así, produce miedo cuando se toma consciencia de él, porque se sabe que no es para siempre ni lo cubre todo. Como dice el saber popular, es una manta pequeña que cuando tapa los pies deja al descubierto la cabeza.

Mi madre no tiene nombre. Solo se llama mamá, como todas las madres del mundo.

—¿Por qué es tan importante la familia para usted?
Y yo le respondí sin dudarlo.
—Porque me encanta mi familia.

[...] sin llanto no hay cauce por el que vaciar el dolor, no hay grito, ni alivio, ni desahogo.

Olvidar es asomarse al vacío, deshacer lo vivido, diluirlo o difuminarlo, alejarlo poco a poco hasta perderlo de vista.

El dolor de una madre no puede medirse, no hay magnitud que lo abarque. Únicamente otra madre con idéntico daño puede ponerse en su piel. Nadie más.

Tengo la sensación de que cualquier cosa que me pasa, si tú no estás conmigo, por muy buena o por muy mala que sea, no termino de vivirla hasta que no te la he contado.