Me agradaba la perspectiva de dar un largo paseo hasta el corazón de la vieja y sombría Basse-Ville; y mi placer no fue menor al ver cómo el cielo del atardecer, una oscura masa azul metálica de bordes llameantes, se volvía poco a poco del rojo más encendido. Me asusta la violencia del viento, pues la tormenta requiere una energía que siempre me cuesta desplegar; pero el lóbrego ocaso, la copiosa nevada o el oscuro aguacero únicamente piden resignación, el abandono silencioso de vestimentas y personas antes de empaparse. A cambio, purifican ante nuestros ojos una capital; abren un silencioso camino a través de las grandes avenidas; petrifican una ciudad llena de vida, como si se tratara de un hechizo oriental; convierten Villette en una Tadmor***. Dejemos, pues, que caiga la lluvia y las aguas nos indunden.
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