La vida sumergida

«Me evocan las mismas imágenes. El mismo sabor. El mismo pitido en los oídos. La misma blancura en la memoria. Como dos máquinas de triturar papel que dejaran tras de sí personajes hambrientos. Aplastados y desconsolados. Como yo misma cuando llegué a esta casa.»
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Mujeres. Mujeres hambrientas. Mujeres justicieras que se encierran en palazzos decadentes, repletos de recuerdos de antepasados: coros de ángeles, libros, espejos, alfombras, jarrones... herencia recibida que pesa sobre sus hombros como un pecado a expiar, buscando lo Esencial, lo Básico, lo Primitivo; huyendo de lo superfluo, de lo que esclavice. Mujeres que, como las reclusas de la Edad Media, huyen de la sociedad buscando un lugar seguro en el que escribir, leer, pensar, con las notas de Brahms de fondo, que se alzan y se hunden, se alzan y se hunden «en algún lugar de su cerebro». Mujeres traicionadas por el padre que las dejó huérfanas, la tutora que murió y siguió viva, el hermano que hizo promesas que no cumplió. Mujeres vencidas por los berridos adheridos a las paredes de aquel de quien se vengó, atemorizadas por la bestia (que viene el lobo, que viene, que viene) que asedia su casa porque lo que hay ahí fuera, lo salvaje, lo desconocido, da miedo y nos han predispuesto contra él.
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Eloísa, Hilda, Maria, Leo... relatos de mujeres confundidas, anhelantes de un hogar en el que poder disfrutar de una libertad absoluta. Pero, ¿qué hacer con esa libertad una vez se alcanza? El miedo atávico tan instintivo como la sabiduría atávica que portan las protagonistas de estos relatos.
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Pilar Adón, con un lenguaje delicado y etéreo, repleto de belleza y armonía, nos susurra, sin un alzar la voz, sin un estallido de plato contra la pared, sin un taconeo bajando unas escaleras de caracol con adornos florales de hierro; historias de melancolía que nos transportan en el tiempo a un lugar en el que el tiempo se para, que ya no existe, si es que alguna vez existió. Con una cadencia ondulada como el fluir de un río o el ulular del viento a medianoche, regresamos a lo salvaje, conscientes de los peligros, siguiendo el consejo de Angela Carter: portando el cuchillo.
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