Se trataba de una certeza: no había nada que hacer.
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Se trataba de una certeza: no había nada que hacer.
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Con la impresión de no existir como carne. Haberse convertido en otra cosa. En un trazo de carboncillo. En la cuerda de un violín.
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Y esa conciencia de lo accidental o tal vez de lo premeditado de manera inimaginable hizo que en ese momento, ahí, junto a las raíces del árbol, aplastada bajo el paño azul del cielo y próxima a un lago que no había visto, cercado por una roca, abriera la boca y empezara a gritar. Con la máscara griega del alarido adherida a la cara. Como en una obra de teatro.
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Dejarse rozar por las hojas de las plantas o, finalmente, dejarse caer boca arriba y acceder a que los parásitos hicieran con su cuerpo lo que fuera que hacían los parásitos con los cuerpos. Que el suelo vibrara bajo su espalda y se abriera en una sima para acogerla, envolverla y abrazarla hasta dejarla inconsciente y de ese modo permitir que descansara de una vez. Advirtiendo en su asfixia cómo le entraba tierra en los ojos y los labios. Cómo le arañaba la piel. Cómo le crecía arena en la lengua y arena en la garganta. En la nariz. Sin poder respirar aire, solo masticar guijarros. Al tanto de que un montículo verde crecería sobre ella poblado de helechos y de flores campánula. Una zarza. Un peral. Al que se aproximarían los mamíferos y los pájaros sin saber que ella vivía debajo, con los ojos abiertos. Preguntándose qué hacía allí y por qué se estaba dejando pudrir allí. Tras haber metido la cabeza en un agujero.
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Gregorio Samsa es un ...