Editorial Las Afueras

Es un libro muy corto, además que la estructura en capítulos de muy pocas páginas ayuda a que te lo leas muy rápido.

Me ha recordado algo al argumento de la película Nell (una chica que ha vivido aislada en la montaña es encontrada tras la muerte de su madre), y me la ha recordado no tanto por la historia sino porque todos dan por sentado que ha tenido una vida infeliz por haber vivido aislada y no haber vivido como se supone que tenemos que vivir todos, que es lo que pasa en la novela, un montón de prejuicios contra aquellos que viven al margen de la sociedad.

Aunque, sinceramente, esta novela te deja mucho más tocado.

Revelar lo íntimo como rebelión. De ahí parte y desde ahí se construye “Por qué volvías cada verano”, la novela en la que Belén López Peiró narra los abusos que sufrió en su adolescencia por parte de un familiar.

Que habitar en el silencio no nos vale, no lo sabemos todas. Pero no hay vendas para tapar tantos ojos ni para curar tanto dolor. Por eso es tan importante este libro. Por eso es tan valiente. Porque grita una realidad silenciada. Por la sociedad y por nosotras mismas. Por vergüenza, miedo o falsa culpa, qué más da. Y lo hace con multitud de voces: 32 frente a su brevedad.

Es difícil leerla sin que se te coja un nudo en el estómago. Se sufre, mucho, desde las primeras palabras. No hace falta pasar de la primera página para no sentirse vulnerable. Y esa sensación no abandona; puede transformarse, tornarse rabia e incredulidad, pero sigue, dentro, hasta esa última pregunta que cierra, aunque no termina, la historia. Porque una historia así no se acaba nunca.

Belén López Peiró la narra con las palabras justas, con capítulos cortos que intercalan declaraciones policiales con pensamientos y diálogos. Los personajes se encuentran, se contraponen, se cuestionan. Y, entre todos, construyen y dan forma a un relato de abuso sexual y agresión, de violencia.

Qué difícil narrar lo propio.

Y qué sanador.

La fuerza conjunta de la palabra puede. Con todo.

Durante casi veinte años (1967-1985), Wislawa Szymborska y Kornel Filipowicz intercambiaron una correspondencia en la que no faltan las referencias literarias, el humor, el contexto sociopolítico de su tiempo (nos situamos en una Polonia marcada por la escasez y la censura) y, por encima de todo, el más profundo respeto y amor que sienten el uno por el otro. Él es uno de los narradores polacos más destacados; ella, poeta y futura premio Nobel, galardón que le sería concedido en 1996 y que denominaría “cataclismo de Estocolmo”. Cuando comienza su relación, ambos son personas maduras que saben lo que quieren.

Viajamos a Cracovia, a Zakopane (capital de los Tatras polacos) o a cada uno de esos pueblos remotos desde los que él escribía a orillas de un río durante sus acampadas en busca de lucios y carpas. En su correspondencia, brotan collages y admiración, dibujos y complicidad que, en ocasiones, los lleva sobre un escenario en el que encarnan a personajes ficticios: Wislawa es Gienia o Heloiza, la condesa de Lanckorona; Kornel, Eustachy Tulczyński. Es fácil dejarse llevar por su prosa epistolar y sentirse parte de ella, como uno de esos personajes imaginarios que inventan.

Al leer sus epístolas, nos metemos de lleno en su esfera privada, cual intruso cercano, para compartirla, hasta el punto de que llegamos a ver el trazo de las palabras cuando Wislawa escribe; o a escuchar la voz de Kornel al leerlas resguardado en su tienda durante una de sus escapadas de pesca. Gozamos de su cercanía, de su sensibilidad, de su ironía y de cada una de los guiños que intercambian. Porque subyace en cada carta, en cada postal, un amor que nace y se nutre de la más pura admiración.

En uno de sus poemas, la gran Wislawa escribiría:

“Leemos las cartas de los difuntos como imponentes dioses,

pero dioses a fin de cuentas porque conocemos las fechas posteriores”

Gracias a esta fantástica edición de @lasafueras, hoy podemos leerlos a ellos.