Un tal González de Sergio del Molino
No había grises ante los que correr y no se temían sirenas ni disparos bajo aquel sol de invierno, pero olía a juventud. Casi un millón de viejos prematuros, encanecidos de desencanto, se reencontraban con aquella revolución que cambiaron por una plaza de funcionario. Ahí estaban de nuevo, como en los días finales del dictador, soñando con una España sin dioses ni amos. Eran muchos, pero les faltaban más de la mitad de los compañeros. Aquella mañana de domingo no se enfrentaban las dos Españas, sino las dos izquierdas, la del poder y la de la calle.
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