La novena viuda

Cuando le dijeron que aquel fenómeno ya se conocía como «alarido de la cárcel», lo buscó en los libros de psiquiatría. Se sabía que se producía como una reacción de desahogo inconsciente en personas que estaban sometidas a una situación de pánico extremo. Se producía fuera del control físico o racional, más bien como algo inconsciente y subjetivo, aunque no se había podido confirmar la base concreta de aquella patología.

Había una regla para los recién llegados que consistía en que disponían de los tres prime- ros días para comer todas las pastas dulces que quisieran, preferiblemente las más aceitosas, recién salidas de la sartén, untadas en miel o caramelo y rociadas con semillas de sésamo tostadas. En cuanto le dabas un mordisco, aquel bocado, mitad miel, mitad aceite, se deshacía en la boca. Al principio, todos los aprendices solían alabar lo buenas que estaban y lo mucho que les apetecía seguir comiendo más, aunque ya por la tarde comenzaban a repelerlos. Al segundo día no podían comer ni la mitad que el día anterior, y ya al tercer día, sólo de pensarlo, se les revolvía el estómago. A partir de entonces, el olor de las pas- tas no despertaba ya ningún apetito entre los aprendices y el problema de que alguno robase comida quedaba así resuelto.

- Si tú no comes, ¿de dónde vas a sacar fuerzas para trabajar?

- Ni con dos kilos y medio de harina tendría suficiente para mí-vociferó.

- Pues si tú te mueres de hambre, nosotros también iremos muriendo. ¿Quién nos mantendrá? -dijo ella volviendo a echar la harina en el saco.

- Son demasiado pequeños para estar tanto tiempo
sin comer. Cocina algo para tus hijos.

- Si tú no comes, nadie come.

- No me obligues a arrearte.

- Vamos, pégame. Pégame tan fuerte que no tenga que echarte de menos cuando te mueras.

En ese momento los dos rompieron a llorar. Él trató de consolarla. Todo aquello pasaría pronto. Los campos ya estaban brotando. Mientras, tenían que hacer todo lo posible para que sus hijos sobrevivieran.

Cuando la tropa de la reforma agraria le hablaba de que era libre para enamorarse, ella solía pensar: ¿acaso te puedes oponer al destino? Si el destino decía que por aquí, ¿adónde pretendías ir libremente? El haber conocido al músico y enamorarse de él había sido cosa del destino, y el destino no era algo que se pudiera arreglar libremente, que uno pudiera controlar: si el destino te traía una vida feliz, uno no podía hacer nada; y si te traía la muerte, tampoco podía uno hacer nada.

Gracias a la revolución pudo comprender que el hecho de que sus padres la hubieran casado con un hombre al que nunca había visto era un acto
reaccionario y feudal. La habían cambiado por apenas un kilo de algodón y medio saco de mijo y aquello fue todo lo que le había costado a su suegra conseguir un animal de carga de dos patas.