En cuestión de unos minutos había aceptado nuestra pretensión de montarlo, de que se dejara montar. Había aceptado el mundo tal como era: un mundo donde él era un objeto poseído. Nunca había sido salvaje, por lo que no podía oír la llamada exasperante de aquel otro mundo, el de la montaña, en el que no era propiedad de nadie y donde nadie lo montaba.
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