Casi me pregunté si debía volver al cuarto de baño, atravesar el espejo y enviar a la otra chica, la de dieciséis años. Ella sí sabría lidiar con la situación, pensé. A diferencia de mí, no tendría miedo. A diferencia de mí, nada le haría daño. Ella era un pedazo de piedra, sin sensibilidad carnal. Aún no me daba cuenta de que precisamente ser sensible —el haber llevado durante unos años una vida que permitía la sensibilidad— sería lo que, a la postre, me salvaría.
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