Un día murió, como suelen morir los generales y los culpables, en una cama de viejo, tranquilo y dormido.
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Un día murió, como suelen morir los generales y los culpables, en una cama de viejo, tranquilo y dormido.
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Amar a los hijos no es una condición biológica, sino un proceso de aprendizaje que puede verse frustrado ante cualquier circunstancia.
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El miedo a los ojos ajenos es la forma más depurada de la soledad.
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Para hablar de amor es preciso haberlo visto desde una tercera persona imparcial, omnisciente, omnisapiente, omnipensante o quizás omnignorante. Se deduce que todo niño que nace es fruto de un particular batido de hormonas, necesidad biológica, ideal de perdurabilidad, al que se le suma, en ocasiones, un ingrediente secreto. El ingrediente secreto, como muchos habrán afirmado sin necesidad de pensarlo, es el amor. Solo que ese ingrediente secreto es un componente raro en la naturaleza, aparece muy pocas veces y siempre en una ventana de tiempo estrecha.
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Perder es un sinónimo de desgracia en el lenguaje de la política. Papá manejaba tan bien aquel idioma que, cuando hablaba de medallas, de guerras y triunfos del pasado, era imposible entender a qué historias se refería, si a un recuerdo borroso o a un relato inventado en la contingencia de su tragedia.
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Hay que ser muy hembra para admitir que los sueños de la maternidad son una utopía. Hay que ser muy hembra para no escupir a los tres pedazos de hijos de puta que se alimentaron de ti, que nunca te sonrieron, que jamás te han querido y que tienen objetivos bien trazados en sus pequeñas vidas de miserables. Hay que ser muy hembra para llegar a una conclusión semejante: amar a los hijos no es una condición biológica, sino un proceso de aprendizaje que puede verse frustrado ante cualquier circunstancia.
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Esa incertidumbre amaina, sí, con el tiempo, cuando el bebé crece y te retribuye las ojeras, las estrías, las tetas caídas ya sin esperanza, la piel colgante, el desgarro vaginal, los puntos externos e internos, la violencia de los obstetras que metieron mano y arrancaron sangre de tu sangre y carne de tu carne. Todo ese dolor, toda esa agonía acaba, sí, de una vez, cuando tu hijo empieza a sonreír y descubre tus ojos, y te hace sentir importante. Más que eso, te hace sentir que eres, para alguien, la única criatura en la galaxia que se puede homologar con el principio divino, con la teoría de las cuerdas o el big bang.
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Las leyendas y los mitos que nos cuentan en la infancia son siempre escabrosos. Los adultos se esfuerzan en condimentar las moralejas con agudos pespuntes de terror. Son esas historias las que se quedan grabadas en el genoma de nuestras mentes y que luego no nos dejan dormir
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Como agua para chocolate