Aquel último día del verano de 1950 -yo acababa de cumplir quince años también- comenzó para mí la vida de verdad, la que divorcia los castillos en el aire, los espejismos y las fábulas, de la cruda realidad
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Aquel último día del verano de 1950 -yo acababa de cumplir quince años también- comenzó para mí la vida de verdad, la que divorcia los castillos en el aire, los espejismos y las fábulas, de la cruda realidad
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Estas últimas veinticuatro horas me has hecho morir mil veces. A qué juegas tú conmigo, dime a qué. ¿Para eso me llamaste, me buscaste, cuando ya me había librado de ti? ¿Hasta cuándo crees que voy a aguantar? Yo también tengo un límite. Te podría matar.
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Cuando vine a vivir en Lavapiés, el barrio habría cambiado de tal manera que a ratos me preguntaba sin en esa Babel quedaba todavía algún madrileño de cepa o todos los vecinos éramos, como Marcella y yo, madrileños importados.
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...cuando era todavía una mocosita impúber, tomó ya la temeraria decisión de salir adelante, haciendo lo que fuera, de dejar de ser Otilita la hija de la cocinera y el constructor de rompeolas, de huir para siempre de esa trampa, cárcel y maldición que era para ella el Perú, y partir lejos, y ser rica -sobre todo eso: rica, riquísima-, aunque para ello tuviera que hacer las peores travesuras, correr los riesgos más temibles, cualquier cosa, hasta convertirse en una mujercita fría, desamorada, calculadora, cruel.
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Era estúpido seguir amando a una personita tan insensible, que estaba harta de mí, que jugaba conmigo como si fuera un pelele, que jamás me había demostrado la menor consideración.
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¿Cómo era posible que volver a verla después de tanto tiempo te trastornara así, Ricardito? Porque, era cierto todo lo que le había dicho: seguía loco por ella. Me bastó verla para reconocer que, aun a sabiendas de que cualquier relación con la niña mala estaba condenada al fracaso, lo único que realmente deseaba yo en la vida con esa pasión con que otros persiguen la fortuna, la gloria, el éxito, el poder, era tenerla a ella, con todas sus mentiras, sus enredos, su egoísmo, y sus desapariciones.
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Desde que tenía uso de razón soñaba con vivir en París. Probablemente fue culpa de mi papá, de esos libros de Paul Féval, Julio Verne, Alejandro Dumas y tantos otros que me hizo leer antes de matarse en el accidente que me dejó huérfano. Esas novelas me llenaron la cabeza de aventuras y me convencieron de que en Francia la vida era más rica, más alegre, más hermosa y más todo que en cualquier otra parte.
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Como agua para chocolate