Yo parto siempre, para escribir una novela, de un tipo determinado de experiencia: vista, soñada u oída. Luego trazo el argumento, labor que me lleva semanas íntegras de trabajo. Después viene lo que yo llamo el “magma”, un borrador de dimensiones enciclopédicas en que digo todo, anoto todo, apunto todo. La última fase está constituida por la reducción de la obra. Esta redacción equivale a una destilación del “magma”, una criba que realizo atendiendo, sobre todo, a la estructura de la obra. Y prefiero la eficacia a la eufonía, la belleza o la exactitud.