El futuro recordado

Todos los seres vivos somos oscilantes. Vibramos, palpitamos, acogemos ritmos interiores como el latido del corazón. Nuestros cuerpos se sincronizan con la hora de la Luz, con las estaciones, con la luna; y con otros cuerpos. También el lenguaje es ritmo y sincronía.

Vivimos invadidos por el consumo voraz, en una alocada carrera de objetos desde el escaparate al vertedero.

Se hablan de los espejismos que alimentan el amor, pero también es un espejismo creer que no necesitamos a nadie.

La palabra bella y razonada no es un adorno lujoso, sino la cadena que engarza una sociedad de personas libres.

La literatura no cambia solo el contenido de nuestros pensamientos, sino también el continente.

Hemos llamado síndrome de Diógenes al afán compulsivo de acumular desperdicios y objeto sin ninguna utilidad. Y sin embargo él, adversario declarado del consumismo, habría dicho que, en relación con la propiedad, no hay bienes que por mal no venga.

Las palabras tienen su historia, cambian de significado a medida que las personas cambiamos de idea.

Somos seres sedientos de palabras. De las palabras que alivian, que extinguen el miedo, que calman. En todas las épocas hemos buscado en ellas la curación de nuestras turbulencias anímicas.

Si empieza a parecer posible, deja de ser lo que queríamos. esta es la ley de la dinámica de nuestras pasiones.

Me fascina desde niña observar a los artesanos hábiles: los gestos precisos, el ritmo exacto de las manos, el silencio absorto