Los ojos de mi madre lloraban hacia dentro
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Los ojos de mi madre lloraban hacia dentro
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Los ojos de mi madre eran brotes a la espera
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Comprendí que se acercaba el final. Mi madre había comenzado en ese momento el viaje hacia el lugar en el que se encuentra ahora. Hacia su estrella en la Osa Menor, hacia su campo de girasoles suspendido en el cielo o tal vez hacia otro universo, donde existe tan solo un Mar Entero de Esmeralda, que de vez en cuando se desmigaja y llega a otros mundos en forma de ojos verdes.
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Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás.
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La imposibilidad de morir cuando tenía la necesidad de hacerlo fue la injusticia más grande que se ha cometido conmigo, y conmigo se han cometido muchas injusticias.
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En mi fuero interno estaba seguro de que, de una manera u otra, el final estaba cerca, porque tanta felicidad solo se les concede a los niños o a los moribundos.
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Si la muerte tuviera en cuenta la opinión de los demás, moriría mucha más gente adecuada.
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Mi madre tenía unos ojos verdes tan bonitos que parecía un despropósito malgastarlos en un rostro fermentado como el suyo.
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Callamos ambos casi gritando, y nuestro silencio era más pesado que cualquier ruido. Sabía que lo que sucediera más adelante ese día y ese verano sería para siempre.
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O tal vez nosotros fuéramos anormales. Tal vez en las familias normales sea distinto: se cuentan todo lo que guardan en el alma y se escuchan precisamente porque les importa.
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¿Cómo se llama el presentador de Los Juegos del Hambre?