Que jamás dejará de dar luz a vuestras vidas, un tragaluz que romperá la penumbra con un haz de claridad amarilla y reluciente.
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Que jamás dejará de dar luz a vuestras vidas, un tragaluz que romperá la penumbra con un haz de claridad amarilla y reluciente.
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Intenta sentarte frente al mar, un día de verano, de cielo azul y poco viento, cuando la línea del horizonte se dibuja tan clara como si un niño pequeño lo hubiera trazado con una escuadra, y piensa que la calma puede astillarse en cuestión de minutos: unas nubes en la lejanía y un relámpago que ilumina un trozo de cielo y, al cabo de un rato, el trueno. Y otro rayo y otro trueno, cada vez el tiempo que pasa entre uno y otro es más breve. La tormenta se acerca. Se levanta un aire frío y húmedo, inquietante, que parece cargado de malos presagios y el mar se remueve hasta que las olas son bien visibles donde antes había un espejo. Empiezan a caer gotas gruesas y, ahora ya sí, llueve en bote de punta. De la calma a la tempestad sin avisar. Esto ocurre. Y a sus vidas llegó una tempestad que ninguno de ellos hubiera podido imaginar, la más devastadora.
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Vivían el momento despreocupadamente sin darle demasiada importancia. Las cosas eran como tenían que ser, sin más. No supieron ver ese oasis ni pensaron tampoco que quizás el espejismo se desvanecería antes de lo que imaginaban.
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Había llegado a su vida exactamente como aquel chaparrón de agosto, y se le había metido en el cuerpo como la humedad. [...] Iba demasiado deprisa pero le convenía un poco de empuje, para como estaba, quieta bajo ese balcón.
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Era una niña perdida en un laberinto y había que tomarla de la mano y guiarla hacia la salida.
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Se rebeló contra la muerte, que es lo único contra lo que no merece la pena rebelarse, y en cambio todos lo hacemos.
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Era la luz, la energía, el sol. El pelo dorado, la piel clara, los ojos oscuros. Una leona sin pereza. Las manos grandes, de dedos largos y huesudos, la espalda siempre recta, el andar de pasos ambiciosos, los gestos generosos y aquella amplia sonrisa. Era artista.
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Como es bien sabido, ni la tos ni el amor pueden disimularse.
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Su piel era sedosa como en los sueños y supo que la reconocería siempre, a oscuras, entre otras pieles.
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Cada uno vive el dolor como puede, no como quiere.
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"Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo" ¿El personaje de qué libro está hablando?