Henry V

¿No podríamos tu y yo, entre San Dionisio y San Jorge, componer un muchacho, medio francés y medio inglés, que vaya a Constantinopla a tirarle de la barba al turceo? ¿No podríamos hacerlo? ¿Qué me dices, mi bella flor de lis?

Te ruego se todo corazón, maldito canalla espantoso, que por mi deseo y ni solicitud y mis peticiones, te comas, fíjate bien, este puerro

¿Donde está la lista de nuestros muertos ingleses?
Eduardo duque de York, el conde de Suffolk,
sir Ricardo Keighley y David Gam, escudero;
nadie más de nombre ilustre, y de todos los demás
solo veinticinco. Oh, Dios, tu brazo estuvo aquí

¡Matar a los muchachos y el equipo! Eso va expresamente contra las leyes se las armas. Es la más consumada rufianería

Acortemos la vida, para que no se alargue la vergüenza

¿Les enviamos víveres y trajes nuevos,
damos forrajes a sus caballos en ayuno
y después luchamos con ellos?

¡A los caballos, príncipes valientes, a los caballos enseguida!
Bastará que miren a es pobre banda muerta de hambre
para que el espléndido aspecto de ustedes les sirva el alma
no dejando más que la cáscara y la corteza de los hombres

Pero si la causa no fuese buena, el propio rey tendría una pesada cuenta que rendir, cuando todas esas piernas y brazos y cabezas cortadas en una batalla se unieran al final del día para gritar juntas «Morimos en tal sitio»; unos jurando, otros llorando por un médico, algunos por haber dejado a sus mujeres en la pobreza, otros por las deudas sin pagar, otros más por los hijos vulnerables y abandonados.

Cuando la dulzura y la crueldad se juegan un reino, el jugador más suave es el que más pronto gana

Nuestras damas
se burlan de nosotros y dicen a las otras
que nuestra valentía está exhausta, y que entregarán
sus cuerpos a la lujuria de los jóvenes ingleses