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Las mejores frases de Santa Maria de las flores negras (4)

Tandisquemoiquatrenuits
Tandisquemoiquatrenuits 04 November 2021
A sus cincuenta y siete años, Olegario Santana nunca ha visto una mujer de verdad con un rostro tan bello como ese. Además, no entiende por qué diantres el solo nombre Yolanda le trae la imagen de una mujer fatal, una de esas hembras desmelenadas de pasión que evocan los viejos en las calicheras mientras trituran piedras bajo un sol tan ardiente como sus delirios. La única mujer que ha tenido en su vida fue una viuda que conoció en Agua Santa, con la que vivió abarraganado sin pena ni gloria durante catorce años largos, y que hacía cuatro había muerto de la bubónica, peste traída a Iquique por «el barco maldito», como llamó la gente al «Columbia», el vapor infectado. La mujer, una matrona boliviana diez años mayor que él, gorda y de mal aliento, y de una mansedumbre más bien sosa (fornicar con ella no era muy diferente que hacerlo con una oveja aturdida), se murió sin dejarle siquiera la compañía de un recuerdo amable contra el cual acurrucar su pena de hombre solo. Desde entonces que no comparte el cilicio de su colchón de hojas de choclos con nadie, y en el revoltijo triste de su casa desgobernada se cocina voluntariamente al fuego lento de su soledad llena de polvo; meticulosa soledad ahora último mitigada en parte por la compañía peregrina de sus dos jotes domésticos, avechuchos tan agrios y silenciosos como él mismo.
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Tandisquemoiquatrenuits
Tandisquemoiquatrenuits 04 November 2021
- Esto es para que se embarquen hacia el sur -les dice.
Los jóvenes lo miran incrédulos.
-Son los ahorros de todos mis años en la pampa. Creo que con esto les alcanza también para comprarse una parcelita.
Al ver las lágrimas en los ojos de los jóvenes y sentir la propia emoción atragantándolo por dentro, el calichero se refugia en una de sus escasas salidas de humor.
-Ahora ya saben por qué no me quitaba el palo ni para dormir -dice mostrando sus dientes nicotinosos.
-Pero ese dinero significa el esfuerzo de toda su vida -le reprocha sollozando Liria María.
-Ustedes lo necesitan más que yo -dice Olegario Santana-. En realidad no sé para qué diantres estaba ahorrando tanto, si ya me quedan pocas vueltas en la carretilla. Además, como diría seguramente la abuela sabionda del jovencito aquí presente, "La mortaja no lleva bolsillos".
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Tandisquemoiquatrenuits
Tandisquemoiquatrenuits 04 November 2021
Sobre el techo de la casa, recortados contra la luz del amanecer, los jotes semejan un par de viejitos acurrucados, vestidos de frac y con las manos en los bolsillos.

Estáticos como figuras de veletas, y nimbados por un vaho de podredumbre, parecen dormir hondamente uno junto al otro. Sin embargo, cuando desde el interior de la vivienda, por un forado en el techo, les son arrojados los primeros trozos de carnaza, enarcan nerviosamente sus cabezas coloradas y, emitiendo sus guturales gruñidos de aves carroñeras, se dan a una barullosa rapiña sobre las planchas de zinc.

Mientras oye el raspilleo de las garras resbalando sobre las calaminas, Olegario Santana, aún en camiseta, termina de devorar su propio trozo de carne sangrante, acompañado de una porción de cebolla picada como para pavo, como dice su amigo Domingo Domínguez. Después, tras beberse un tacho de té bien amargo, acerca el rostro a la cocina de ladrillos y enciende su segundo Yolanda del día (el primero se lo fuma en la cama y a oscuras). Acodado en la mesa desnuda, deja pasar entonces los minutos que faltan fumando parsimoniosamente, mientras contempla el rostro de la mujer dibujado en la cajetilla de cigarrillos.
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Tandisquemoiquatrenuits
Tandisquemoiquatrenuits 04 November 2021
Cuando los últimos resplandores del sol rojeaban en la cresta de los cerros pelados, con el último aliento de nuestro cansancio, comenzamos a sentir de pronto la humedad del mar en el aire. Inflando los pulmones a toda vela, aspirábamos con fruición la refrescante brisa con olor a yodo proveniente del litoral. «Respire hondo» le viene diciendo Idilio Montano a Liria María. «Según decía mi abuela, la brisa del mar es tan vivificante como un caldito de pollo». Enamorados hasta los tuétanos, los jóvenes de nuevo se han ido quedando atrás en la marcha y caminan mirándose a los ojos en un estado de enternecimiento casi lastimoso. Esa languidez aguada que en las miradas de los otros es cansancio, en las pupilas suyas no es nada más que amor.
De pronto, un poco más atrás de donde vienen ellos, se oyen unos apagados gritos de mujer. Al devolverse ven que es una embarazada a quien la caminata ha apurado el parto. Tirada sobre unos cueros de vacuno ella está a punto de parir, mientras su esposo, un calichero de la oficina Argentina, alto y flaco como los postes del telégrafo, pide desesperadamente que alguien asista a su pobre Chinita. Llorando sin ningún reparo, el hombre dice que él no sabe nada de alumbramientos y, aunque en las calicheras manipula la dinamita como si fuera juguete de niños, en el fondo no es más que un cobarde, pues a la primera gotita de sangre es capaz de desmayarse como un piñufla cualquiera. Excepto Liria María, en esa parte de la columna no se divisa ninguna mujer, y los hombres presentes, mirándose unos a otros, no hallan qué carajo hacer con la parturienta. Cuando la joven quiere ir por su madre, Idilio Montano le aprieta la mano y, temblándole la voz, le dice bajito que ya no hay tiempo, que él la va a asistir, que algunas veces cuando niño ayudó a su abuela en el atendimiento de más de un parto. Cambiando entonces el tono de voz, Idilio Montano pide a los hombres más viejos que armen un toldo con frazadas alrededor de la mujer, y se da a la tarea de ayudarla a alumbrar. Entre los pujos y los quejidos de la parturienta, asistida por Liria María que tiembla de pies a cabeza, Idilio Montano comienza a realizar los manteos que veía hacer a su abuela, mientras va repitiendo bajito, como para entretener a la paciente y darse valor a sí mismo: «Parto sin dolor, madre sin amor, como decía mi santa abuela».
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