Santa Maria de las flores negras de Hernán Rivera Letelier
Cuando los últimos resplandores del sol rojeaban en la cresta de los cerros pelados, con el último aliento de nuestro cansancio, comenzamos a sentir de pronto la humedad del mar en el aire. Inflando los pulmones a toda vela, aspirábamos con fruición la refrescante brisa con olor a yodo proveniente del litoral. «Respire hondo» le viene diciendo Idilio Montano a Liria María. «Según decía mi abuela, la brisa del mar es tan vivificante como un caldito de pollo». Enamorados hasta los tuétanos, los jóvenes de nuevo se han ido quedando atrás en la marcha y caminan mirándose a los ojos en un estado de enternecimiento casi lastimoso. Esa languidez aguada que en las miradas de los otros es cansancio, en las pupilas suyas no es nada más que amor. De pronto, un poco más atrás de donde vienen ellos, se oyen unos apagados gritos de mujer. Al devolverse ven que es una embarazada a quien la caminata ha apurado el parto. Tirada sobre unos cueros de vacuno ella está a punto de parir, mientras su esposo, un calichero de la oficina Argentina, alto y flaco como los postes del telégrafo, pide desesperadamente que alguien asista a su pobre Chinita. Llorando sin ningún reparo, el hombre dice que él no sabe nada de alumbramientos y, aunque en las calicheras manipula la dinamita como si fuera juguete de niños, en el fondo no es más que un cobarde, pues a la primera gotita de sangre es capaz de desmayarse como un piñufla cualquiera. Excepto Liria María, en esa parte de la columna no se divisa ninguna mujer, y los hombres presentes, mirándose unos a otros, no hallan qué carajo hacer con la parturienta. Cuando la joven quiere ir por su madre, Idilio Montano le aprieta la mano y, temblándole la voz, le dice bajito que ya no hay tiempo, que él la va a asistir, que algunas veces cuando niño ayudó a su abuela en el atendimiento de más de un parto. Cambiando entonces el tono de voz, Idilio Montano pide a los hombres más viejos que armen un toldo con frazadas alrededor de la mujer, y se da a la tarea de ayudarla a alumbrar. Entre los pujos y los quejidos de la parturienta, asistida por Liria María que tiembla de pies a cabeza, Idilio Montano comienza a realizar los manteos que veía hacer a su abuela, mientras va repitiendo bajito, como para entretener a la paciente y darse valor a sí mismo: «Parto sin dolor, madre sin amor, como decía mi santa abuela». |