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Las mejores frases de El arte de la resurrección (3)

Tandisquemoiquatrenuits
Tandisquemoiquatrenuits 04 November 2021
Pero revivir a un muerto era otra cosa. Era un arte mayor. Hasta ahora, cada vez que algún deudo se acercaba rogándole entre sollozos que tuviera la bondad de ir a su domicilio a ver si podía hacer algo por mi hijito fallecido durante el sueño, señor don Cristo; o que fuera a ungir a mi madre que acaba de morir carcomida por la tuberculosis, pobrecita ella; a veces insinuando pagarle la visita con alguna prenda que constituía una valiosa reliquia de familia, ya que él no recibía ofrendas de dinero; en todas esas ocasiones, y en tantas otras, el Cristo de Elqui solía repetir una frase, ya gastada como ficha de pulpería: «Lo siento mucho, querido hermano, hermana querida, lo siento mucho, pero el arte excelso de la resurrección es exclusividad del Divino Maestro».
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Tandisquemoiquatrenuits
Tandisquemoiquatrenuits 04 November 2021
La pequeña plaza de piedra parecía flotar en la reverberación del mediodía ardiente cuando el Cristo de Elqui, de rodillas en el suelo, el rostro alzado hacia lo alto —las crenchas de su pelo negreando bajo el sol atacameño—, se sintió caer en un estado de éxtasis. No era para menos: acababa de resucitar a un muerto.
De los años que llevaba predicando sus axiomas, consejos y sanos pensamientos en bien de la Humanidad —y anunciando de pasadita que el día del Juicio Final estaba a las puertas, arrepentíos, pecadores, antes de que sea demasiado tarde—, era la primera vez que vivía un suceso de magnitud tan sublime. Y había acontecido en el clima árido del desierto de Atacama, más exactamente en el erial de una plaza de oficina salitrera, el lugar menos aparente para un milagro. Y, por si fuera poco, el muerto se llamaba Lázaro.
Era cierto que en todo este tiempo de peregrinar los caminos y senderos de la patria había sanado a muchas personas de muchos males y dolencias, y hasta había levantado de su lecho putrefacto a más de algún moribundo desahuciado por la ciencia médica. Requerido a su paso por enjambres de enfermos de toda índole y pelaje —sin contar la fauna de ciegos, paralíticos, deformes y mutilados que le traían en andas, o que llegaban a la rastra en pos de un milagro—, él los ungía y bendecía sin distingo de credo, religión o clase social. Y si por medio de su imposición de manos, o de una receta de remedios caseros a base de yerbas medicinales —que también las daba—, el Padre Eterno tenía a bien restablecerle la salud a alguno de estos pobres desdichados, ¡aleluya, hermano!, y si no, ¡aleluya también! Quién era él para aprobar o desaprobar la santa voluntad del Omnipotente.
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Tandisquemoiquatrenuits
Tandisquemoiquatrenuits 04 November 2021
Sin embargo, todo lo rehusé, no acepté nada, sólo mantuve firme el propósito y el ánimo de seguir adelante con mi cruzada, aun cuando física y moralmente había sufrido un martirio atroz, y sufriría aún mucho más, todo a causa de la promesa hecha a mi madrecita, promesa a la que no pensaba jamás renunciar. De eso mi espíritu estaba plenamente consciente, incluso sabiendo que más encima de pasar por esta prueba de fuego ante las autoridades del Departamento de Salud Pública, que todo lo controlan —hasta el equilibrio mental de los individuos—, el vía crucis que me esperaba en este mundo iba a ser realmente duro. Pero mi fe en el Altísimo era más fuerte, por algo había sido visitado y ungido por el mismo Hijo de Dios. Sin embargo, pese a que muchos no lo veían como un iluminado, o como un profeta que cumplía un mandato divino, al final no todo había ido tan mal en estos diez años de misión evangelizadora, cruzada en la que había andado este país —«Este largo y delgado país con forma de hijo», como le gustaba repetir en sus prédicas— desde la nortina ciudad de Arica hasta la austral Punta Arenas. Y lo había hecho a pie, en carreta, en góndolas, en autos, en trenes —de pasajeros y de carga—, en botes, en balsas, en barcos y, para gloria de Dios y envidia de los fariseos, hasta había tenido el privilegio, en algunos períodos de vacas gordas, de volar sentado cómodamente en aviones y ver la redondez de la Tierra desde el mismo ángulo que la ven los ojos benditos de los ángeles. Alabado sea el Altísimo. Y enseguida declaraba con satisfacción que nunca, pese a que más de una vez se lo habían ofrecido, intentó viajar sin pasajes en ninguno de esos medios de transporte. Del mismo modo que nunca había quedado debiendo nada a nadie en ninguna parte, ya sea por gastos de hotel u otras menudencias. Ni siquiera había aceptado una lustrada gratis a sus sandalias peregrinas cuando algún niño o cuchepo lustrabotas, tocado por el Espíritu Santo, no había querido cobrarle por ser él quien era. Sin embargo, aunque había predicado el evangelio en calles, plazas y mercados de todas las ciudades del territorio nacional, aunque había hablado desde tribunas y tarimas de un sinnúmero de organizaciones sociales, existía algo que no dejaba de mortificar su espíritu: nunca hasta ese momento había dado un sermón desde el púlpito de una iglesia. Nunca había predicado en una Casa de Dios. Los curas de cada parroquia y los pastores de cada culto evangélico lo aborrecían como al propio diablo y desde el púlpito amenazaban con la excomunión a sus fieles si tenían la mala idea de acercarse a ese pordiosero que osaba hacerse llamar a sí mismo el Mensajero de Cristo en la Tierra. Contra todo y pese a todo, socorrido por la gracia divina, por donde pisaban sus sandalias de romero y se asomaba su desgarbada figura de Cristo popular, una muchedumbre lo seguía y veneraba con recogimiento. Él estaba consciente, además, de que aparte de la gente más modesta e inculta de cada ciudad o villorrio, a sus prédicas solían concurrir los imponderables doctores de la ley: hombres eminentes y duchos en ciencias sociales, jurídicas o filosóficas, que iban a oírlo sólo para sondear, escrutar y tomar nota de sus palabras, de sus dichos y expresiones, para luego difamarlo en los diarios o en los banales programas de radioemisora en los cuales se ocupaban. «Es un pobre campesino indocto», decían después estos fariseos letrados. Para esta clase de incrédulos, el tenor de sus discursos era más humano que divino, el mensaje que encerraban sus palabras, más bien doméstico que espiritual, y los milagros que le achacaban a lo largo del país no tenían nada de excelso; por el contrario, rayaban en lo insulso y poco llamativo.
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