El arte de la resurrección de Hernán Rivera Letelier
Pero revivir a un muerto era otra cosa. Era un arte mayor. Hasta ahora, cada vez que algún deudo se acercaba rogándole entre sollozos que tuviera la bondad de ir a su domicilio a ver si podía hacer algo por mi hijito fallecido durante el sueño, señor don Cristo; o que fuera a ungir a mi madre que acaba de morir carcomida por la tuberculosis, pobrecita ella; a veces insinuando pagarle la visita con alguna prenda que constituía una valiosa reliquia de familia, ya que él no recibía ofrendas de dinero; en todas esas ocasiones, y en tantas otras, el Cristo de Elqui solía repetir una frase, ya gastada como ficha de pulpería: «Lo siento mucho, querido hermano, hermana querida, lo siento mucho, pero el arte excelso de la resurrección es exclusividad del Divino Maestro».
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