El arte de la resurrección de Hernán Rivera Letelier
La pequeña plaza de piedra parecía flotar en la reverberación del mediodía ardiente cuando el Cristo de Elqui, de rodillas en el suelo, el rostro alzado hacia lo alto —las crenchas de su pelo negreando bajo el sol atacameño—, se sintió caer en un estado de éxtasis. No era para menos: acababa de resucitar a un muerto. De los años que llevaba predicando sus axiomas, consejos y sanos pensamientos en bien de la Humanidad —y anunciando de pasadita que el día del Juicio Final estaba a las puertas, arrepentíos, pecadores, antes de que sea demasiado tarde—, era la primera vez que vivía un suceso de magnitud tan sublime. Y había acontecido en el clima árido del desierto de Atacama, más exactamente en el erial de una plaza de oficina salitrera, el lugar menos aparente para un milagro. Y, por si fuera poco, el muerto se llamaba Lázaro. Era cierto que en todo este tiempo de peregrinar los caminos y senderos de la patria había sanado a muchas personas de muchos males y dolencias, y hasta había levantado de su lecho putrefacto a más de algún moribundo desahuciado por la ciencia médica. Requerido a su paso por enjambres de enfermos de toda índole y pelaje —sin contar la fauna de ciegos, paralíticos, deformes y mutilados que le traían en andas, o que llegaban a la rastra en pos de un milagro—, él los ungía y bendecía sin distingo de credo, religión o clase social. Y si por medio de su imposición de manos, o de una receta de remedios caseros a base de yerbas medicinales —que también las daba—, el Padre Eterno tenía a bien restablecerle la salud a alguno de estos pobres desdichados, ¡aleluya, hermano!, y si no, ¡aleluya también! Quién era él para aprobar o desaprobar la santa voluntad del Omnipotente. |