Pensar como un iceberg

El continente es nuestro zócalo, la tierra que prolonga nuestros pensamientos. El océano es nuestro vínculo, el alma que teje y reteje nuestros recuerdos. Nosotras somos el continente y el océano es nosotras. Si ves flotar a nuestros hijos, es que están entrando en el universo donde deberían pensar como nosotras. No somos paisajes. Somos el pasado, el presente y el porvenir del mundo.

Cualesquiera que sean las experiencias vividas, el mundo de hielo y de nieve altera las certidumbres. Descivilizan la mirada. Nadie puede hacer trampas con las convicciones, tampoco con los sentidos. Es la prueba de fuego. Cuando ya no distinguimos fondo y superficie, se nos ofrece una alternativa: la contemplación interior, el cuerpo a cuerpo con el hielo y el cielo, cuya imagen luminosa te penetra.

¿Están demasiado lejos de nosotros los icebergs para que podamos ser verdaderamente conscientes? La objeción no carece de fundamento. ¿Cómo sentirse próximos a entidades que no se desplazan en las mismas latitudes que la mayoría de los habitantes del planeta? ¿Cómo entender que nuestras existencias personales están ligadas a sus lejanos ciclos de vida? Es un hiato difícil de llenar. Las explicaciones abstractas no bastan. Solo podremos superarlo a condición de interpretar esta distancia como un caso de continuidad: formamos parte de un mundo común en el que cada uno depende del otro. Los icebergs no son solitarios. Existen "por sí mismos" aun estando "bien relacionados" con otros seres. Están "entre nosotros", con nosotros y no lejos, en una naturaleza desprovista de vida salvaje.

El iceberg agrupa a otros seres en torno a sí. ¿Por qué representar su nacimiento como un destino triste y solitario? ¿Es tan espectral el océano a nuestros ojos? Despertemos nuestra conciencia pelágica: los icebergs arrastrados por las corrientes marinas no son elementos decorativos en pinturas de vanidades o cuadros de soledad, sino actores esenciales en los ciclos primordiales de la vida. La inercia de los mundos helados es un contrasentido. Ninguno de los lugares a los que bautizamos con un nombre con connotación de "desierto" están en verdad desiertos.

Ante un iceberg tabular que flota, una banquisa sin orilla, un frente abrupto de glaciar costero, no valen los pronombres del humano conquistador. Las masas y las extensiones glaciares hacen caducos muchos de nuestros "relatos autocéntricos".

El territorio no se resume a su visibilidad. Es su parte invisible la que contiene las historias colectivas, los recuerdos personales, los sueños íntimos. Un lugar solo parece vacío si se ha vivido en él muchos años. De lo contrario, es rico en multitud de señales.

El término "solastalgia" se refiere en primer lugar al dolor que resulta de una "ausencia continua de consuelo", una especie de inquietud sin fin. La desaparición rápida del entorno que nos es familiar provoca un fuerte sentimiento de abandono. [...] En segundo lugar, precisa que debe tratarse de una alteración crónica, ligada a la erosión gradual de la identidad creada por el sentimiento de pertenencia a un lugar amado. Se trata de un sentimiento de angustia o desolación psicológica nacido de la transformación indeseada de dicho lugar. Es muy diferente de la nostalgia, antiguamente definida como un sufrimiento ligado a una sensación de desplazamiento espacial causada por el alejamiento. La solastalgia es el mal del país, experimentado mientras que se vive en la propia casa y en el entorno habitual.

Un glaciar que muere no emite sonidos. Ya no crujen las articulaciones de su esqueleto ni suelta sus icebergs en los lagos de montaña o las bahías costeras. [...] El mutismo de las costas resuena en adelante como un "réquiem en futuro subjuntivo".

¿Por qué fijar a los icebergs en un relato de aislamiento y de naturaleza vacía? Nos podemos sentir próximos de un coloso que va a la deriva mecido por las olas. Pero su soledad gloriosa es una ilusión. Los icebergs jamás están solos. Son el vehículo de entornos bióticos. Miríadas de organismos auxiliares, de tamaños diferentes, cuelgan de sus flancos y gracias a ellos perpetúan los ciclos de la vida. Junto con los glaciares, son entidades tan respetadas como temidas en las sociedades humanas.

Ir a contemplar los icebergs sabiendo que quizá dejaremos de verlos es un placer ambiguo, casi molesto. Los espectadores se convierten en testigos visuales de una catástrofe que se desarrolla ante nuestros ojos, como si se estuviera en el umbral de un fin del mundo a plazo fijo. Todo el mundo sube al enorme paquebote que, con su enorme huella de carbono y su carburante vertido al agua, contribuye a acelerar el proceso de fusión del glaciar que acaban de fotografiar.