La casa de las magnolias

Supongo que en el fondo todos tenemos una parte de nosotros escondida que salvaguardamos como podemos porque no queremos, o tememos, que salga a la luz. O lo que es peor, nos asusta que nos termine venciendo. Como si en una batalla feroz dentro de uno mismo se enfrentase la luz a la oscuridad, supongo que esa es la lucha interna de cada uno.

Si acaso alguna vez dudas, abre este espejo y mírate en él. Me verás detrás, tal y como estamos ahora, y entonces podrás verte a través de mis propios ojos. Y, créeme, veo a una mujer maravillosa.

De no haber sido por todo lo que sucedió años más tarde, este suceso en concreto tan solo habría sido una anécdota más de aquel verano que probablemente se habría desvanecido en su totalidad sin dejar huella en mi memoria.

—¿Lo ves, Aurora? De eso es sobre lo que tratan algunos de los libros que me ves leer. Te trasladan a otros lugares sin necesidad de ir, incluso a otras épocas a las que ya no es posible retroceder si no fuera por ellos.

Como si lo hubiéramos invitado a ocupar la tercera silla sobrante de la mesa, se instala entre nosotros un inesperado silencio.

Abatida, al apagar las luces no puedo evitar sentir que también se apaga una parte de mi vida.

No puedo evitar sentir que la normalidad ahora se ha convertido en una compañera extraña para mí, que la vida ya nunca será la misma.

Supongo que una parte de mí, por muy irracional que parezca, daba por sentado que hoy la vida se detendría para acompañarme en el dolor y esperaría pacientemente a que estuviese lista para poder continuar. Una especie de tiempo muerto, una pausa para poder recapacitar, asumir y recomponerme.

La vida ha seguido como si fuese un día cualquiera, bajo un cielo extrañamente despejado y templado por un sol que parecía estar retándome.

«El dolor duele más cuando la vida continúa sin esperarte», solía decir mi profesor de Literatura en el instituto.