-Mañana nos iremos a casa -me dijo mi madre con voz suave y los labios sobre mi pelo-. Nos iremos a casa, Miryem. Eso era todo lo que yo había querido, la única esperanza que había conservado para darme coraje, pero ya no podía imaginármelo. Me parecía algo tan irreal como una montaña de cristal y un camino de plata. ¿De verdad iba a regresar a mi pueblecito, a dar de comer a las gallinas y a las cabras, sintiendo en la espalda todos los días la mala cara de aquellos a los que había salvado? No tenían ningún derecho a odiarme, pero lo harían de todos modos. Los staryk eran un cuento de una noche de invierno, y yo era su monstruo, el que ellos podían ver, comprender e imaginar que derribaban. No se creerían que hubiese hecho nada para ayudarlos ni aunque alguien les diera una explicación al respecto. Y tenían razón, porque yo no lo había hecho por ellos, en absoluto. Irina los había salvado, y la amarían por ello. Yo lo había hecho por mí y por mis padres, y por esta gente: por mi abuelo, por Basia, por mi prima segunda Ilena, que bajaba las escaleras y nos daba un beso en la mejilla antes de subirse a la carreta que la aguardaba para marcharse a su hogar en otra pequeña aldea, donde vivía ro deada de otras siete casas y del odio de todas las aldeas a su alrededor. Lo había hecho por los hombres y las mujeres que pasaban por la calle por delante de la casa de mi abuelo. Lithvas no era un hogar para mí, no era más que el agua junto a la que vivíamos, mi pueblo arremolinado en la orilla del río, y a veces venía la riada por la pendiente y nos arrastraba al fondo a algunos de nosotros, hasta las profundidades, para que los peces nos devorasen. + Leer más |