Me incliné sobre él y volví a besarle, me sentía en un maravilloso lugar lleno de un anhelo sin complicaciones. Mi magia y su magia eran un único todo.
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Me incliné sobre él y volví a besarle, me sentía en un maravilloso lugar lleno de un anhelo sin complicaciones. Mi magia y su magia eran un único todo.
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—¡Tú, lunática intolerable! —me gruñó, y acto seguido me tomó la cara entre las manos y me besó.
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Y convertí cada sílaba en una chispa sobre la yesca, un retal de magia que se alejaba al vuelo.
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(...) y en el crepúsculo resultaba imposible descifrar lo que decían sus ojos.
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Le odiaba a él y odiaba su silencio con fiereza: sabía que se limitaba a consentir que yo misma me convenciese de que no había nada que hacer.
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Sus largas y delgadas manos acunaban las mías, y entre los dos sosteníamos la rosa. Cantaba la magia dentro de mí, a través de mí; sentí el murmullo de su poder que de nuevo cantaba la misma tonada. Me sentí de pronto acalorada, en una extraña conciencia de mí misma. Retiré las manos.
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—Supongo que se debe a haber pasado tanto tiempo solo y encerrado —dije pensativa y mirando para otro lado— y a haber olvidado que las cosas vivas no siempre se quedan donde uno las deja.
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Allí estaban los libros en sus elegantes hileras, como siempre, plácidos y sin inquietarse ante mi necesidad. Algunos de ellos me resultaban ya conocidos: «viejos enemigos», los habría llamado yo, llenos de hechizos y encantamientos que entre mis labios inevitablemente se habrían tergiversado, de páginas temblorosas hasta el desagrado cuando tocaba el pergamino.
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No es necesario que un libro sea magico para que sea valioso.
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Siempre me había sentido insignificante, la muchacha que no importaba, la que ninguno de nuestros señores querría jamás; siempre me había sentido como un desastre, despeinada y desgarbada comparada con ella.
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¿Qué criaturas mágicas podemos encontrar en Gringotts, el banco de magos?