"No se qué fuerzas me permitieron soportar aquella época. Supongo que, al igual que mi pueblo, estoy hecha de roble. Los robles no se doblan, aunque pueden llegar a partirse. Y yo ya conocía lo que se avecinaba. Había convivido largo tiempo con la muerte de Eneas, desde la primera vez que vi su rostro, sobre la proa de la nave, oscurecido en la penumbra del alba, sumido en una plegaria y en una esperanza ávida mientras su mirada recorría la línea del río. Tres años fueron, tres años exactos. Las tres viejas que hilvanaban y cortaban la hebra habían medido con precisión, hasta el último milímetro, sin dejar nada. Sin regalarme un solo día de verano".
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